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«¡PELIGRO! ¡PELIGRO! ESTÁ ENTRANDO A UNA ZONA RESTRINGIDA. POR FAVOR SALGA DE INMEDIATO. YA SI: NOTIFICO A LA POLICÍA».
Imagínate el ruido más fuerte, agudo y penetrante que hayas escuchado en tu vida. Pues no se compararía con la magnitud de ese. Lo escuché todos los sábados de noche durante tres meses seguidos, pero nunca olvidaré la primera vez.
Cada enero, mi congregación reparte comida a los indigentes que viven en las calles de Filadelfia. En esta ciudad los inviernos son terribles, así que hay que ser muy especial para soportar esas temperaturas de varios grados bajo cero. Sin embargo, cada noche que salíamos encontrábamos personas que dormían en la calle.
En mi primera salida con el equipo que ministra a los indigentes, fuimos a un callejón vacío entre dos edificios. ¡No daban ganas de entrar! Tenía la secreta esperanza de que siguiéramos nuestro camino, pero nos detuvimos ahí. Miré hacia todos lados en búsqueda de un indigente al que pudiera ayudar, pero no vi a nadie. Así que me bajé del automóvil, ¡con cuidado!
Entonces vi al hombre que buscábamos. Apenas empezaba a acercarme adonde él estaba envuelto en viejas cobijas, cuando de pronto sonó una alarma tan ruidosa que casi me hizo tropezar. El indigente me sonrió e hizo señas para que me acercara. La alarma que me había asustado provenía del edificio donde estaba aquel hombre, pero no le afectaba. Se había acostumbrado a la alarma, que «ladraba pero no mordía». Nunca había respuesta.
Como Ezequiel, el pueblo de Dios debe advertir y alertar al mundo, con amor, de las consecuencias del pecado. Si el mundo nos escucha o ignora, no es nuestro problema. Nuestra obra es encender la alarma.
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Ezequiel 31-33
¿Cómo respondió el pueblo de Jerusalén al mensaje de Ezequiel? Ezequiel 33: 31-32. ¿Cómo describió Dios el mensaje del profeta?