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Nunca he llorado por una ciudad. Nunca manejé por las calles de Filadelfia, donde antes vivía, para luego ponerme a llorar como bebé. Cuando el huracán Katrina destruyó Nueva Orleans, ver a la gente amontonada en los techos y caminar con el agua hasta la cintura conmovió mi corazón. Pero ni en esa ocasión lloré. ¿Has lloriqueado por alguna ciudad? Es muy probable que no.
Mientras Jesús se dirigía a Jerusalén, un mar de emociones inundó su corazón. Durante la mayor parte de su ministerio había hecho su mejor esfuerzo para evitar la fama. De hecho, solía decir a las personas que curaba y ayudaba que no publicaran lo que había hecho por ellas. Toda la gloria le correspondía a su Padre. Pero aun así, su fama se esparció tanto, que había tenido que dejar Jerusalén durante un tiempo, ya que los fariseos estaban listos para frenar violentamente su ministerio. Ahora, mientras Jesús se preparaba antes de entrar a Jerusalén, una multitud de gente a la que él había ayudado lo proclamaba como su rey. Entró de manera triunfante; no obstante, sabía que la hora de su prueba estaba cerca y no podría escapar de la muerte.
Jesús se detuvo sobre una montaña cercana, mientras el sol de la tarde bañaba con sus rayos dorados el hermoso Templo de Jerusalén. Si hubiéramos podido ver la ciudad en ese instante, seguramente habríamos dicho que brillaba como una de esas aldeas encantadas que se describen en los libros de J. R. R. Tolkien. De cualquier manera, la vista llenaba de admiración a la gente. Miraron a Jesús para ver su reacción, y se quedaron perplejos con lo que vieron. Cristo se entristeció y enmudeció. Lágrimas rodaban por sus mejillas. Así lo describe E. G. White:
Era la visión de Jerusalén la que traspasaba el corazón de Jesús: Jerusalén, que había rechazado al Hijo de Dios y desdeñado su amor, que rehusaba ser convencida por sus poderosos milagros y que estaba por quitarle la vida. Él vio lo que era ella bajo la culpabilidad de haber rechazado a su Redentor, y lo que hubiera podido ser si hubiese aceptado a Aquel que era el único que podía curar su herida. Había venido a salvarla, ¿cómo podía abandonarla? (El Deseado de todas las gentes, pág. 576).
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Lucas 19-21
Lee Lucas 20: 20-26. ¿Qué tipo de ciudadanos debiéramos ser los cristianos?