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Un viajero norteamericano dormía en casa de una familia en una pequeña aldea suiza. Lo invitaron a acompañarlos a la iglesia para los servicios vespertinos. Atardecía cuando llegaron al templo. El norteamericano notó que no había luz. No era que las luces estuvieran apagadas, sino que no había lámparas.
El hombre se preguntó qué harían cuando cayera la noche. La familia que lo había invitado llevaba una lámpara, pero definitivamente no alcanzaría para iluminar todo el templo. Entonces, mientras miraba por la ventana, vio luces que venían de todas direcciones, como luciérnagas que parpadeaban en medio de la oscuridad envolvente. Por las calles de la pequeña aldea y al otro lado del valle, y sobre el lado opuesto de la ladera, podía ver luces que la gente portaba en sus manos camino a la iglesia.
De repente se dio cuenta de que cada familia llevaba una lámpara, y a medida que entraban al templo lo iluminaban. Las paredes simplemente brillaban. Después del servicio, vio cómo las luces regresaban al mundo, por las calles de la aldea, al otro lado del valle y hasta en la cima de la colina.
«Nunca olvidaré este símbolo de lo que la iglesia es en realidad -dijo el viajero más tarde-. La iglesia es una comunidad de personas que llevan los preciosos frutos del Espíritu Santo e iluminan al mundo con la vida de nuestro Señor Jesucristo. Eso es lo que Dios quiere que seamos». (Si quieres, busca la historia original en www.funnysermons.com.)
Juan el evangelista entendió el poder de la luz. En la época en que él vivió se usaban lámparas. No podías apretar un interruptor e iluminar una habitación. Para tener luz, tenías que poner aceite en una pequeña lámpara de arcilla, y luego encenderla. Si se te acababa el aceite, te quedabas sin luz. Mucha gente pobre pasaba las noches en la oscuridad. Pero Alguien estaba por iluminar las noches.
«En él estaba la vida», escribió Juan, «y la vida era la luz de la humanidad» (Juan 1: 4). Jesús prometió que si lo seguimos, nunca caminaremos en la oscuridad.
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