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Cuando los peregrinos puritanos llegaron a las costas orientales de Norteamérica en 1620, los indios wampanoag les ofrecieron bayas rojas como gesto de buena voluntad. Los peregrinos no tenían idea de cómo se llamaban esas bayas o cómo usarlas, pero las aceptaron de buena gana y las plantaron. En junio de ese año notaron que las parras de baya estaban cubiertas de flores color rosado pálido, que las hacía ver como si les hubieran rociado azúcar glas. De cerca, las flores parecían cabezas de grullas; sí, las aves. Así que los peregrinos llamaron a los frutos «bayas grulla», crane berries en inglés. Pronto el nombre se abrevió a cranberry, el nombre del arándano en inglés.
Los arándanos necesitan crecer en suelo arenoso, con superficie de turba, donde no haya mucho sol y caiga nieve en invierno, para que cubra las parras y evite que se congelen. A menos que las plantas estén bien polinizadas, no serán productivas. Los agricultores descubrieron que llevar abejas para que polinicen las plantas es de gran ayuda. Por supuesto, a las abejas les gustan las flores de arándano y hacen buena miel.
En 1816, al famoso granjero australiano Henry Hall comenzó a interesarle el cultivo de arándanos. Desde ese momento se volvieron muy populares. Muchos otros individuos comenzaron a cultivarlos, en varios países del mundo.
Hasta que a Jesús le interesó este mundo y decidió venir, recibimos la esperanza de una nueva vida. Si este mundo no le hubiera interesado, tú y yo no estaríamos aquí hoy.
Agradece hoy a Dios en tu oración porque le interesas a Jesús, y así podrás tener una nueva vida eterna. Disfrutarás esa vida: estar cerca de Dios, viajar a conocer otros planetas. Será por toda la eternidad. Siempre y para siempre, sin fin.