|
El Redentor de la humanidad fue un joven alegre. Doquiera llegaba, transformaba el ambiente. Su presencia era un deleite para el espíritu.
Jesús no fue un ermitaño. Amaba a la gente y quería estar con ella. No fue como los monjes orientales que se aislaban del mundo para no contaminarse con la maldad humana sin reparar en su propia maldad inherente, ni como los monjes occidentales que se aislaban en sus lóbregos monasterios y hacían dolorosos actos de penitencia para ganar la salvación.
Cuando todos dormían, Jesús oraba. Cuando todos despertaban, Jesús entibiaba los corazones con sus actos de misericordia, como un rayo de sol.
Jesús, el cariñoso Hermano mayor de los hombres, fue santo, pero no santurrón, amó la justicia y aborreció la maldad, y Dios lo ungió con el don de la alegría.
Jesús no fue un celoso inspector de la vida religiosa de sus hermanos. No fue un agudo observador de la conducta humana en busca de defectos que señalar. No iba por todas partes maldiciendo a los pecadores sino prodigando bendiciones. Era perspicaz, pero no suspicaz.
En el corazón de Jesús cabían todas las clases sociales y todas las etnias. A todos les manifestó el amor de su Padre. En alegre comunión, departía con todos los que lo invitaban a su mesa. En gozosa reunión comía con Lázaro y su familia, y con los cobradores de impuestos y las prostitutas que lo honraron en sus convites. Él mismo le pidió a Zaqueo, el jefe de los cobradores de Jericó, que lo recibiera en su casa.
La presencia de Jesús era gratificante. Su rostro iluminado por la bondad, sus manos ávidas de ayudar, sus pies diestros para correr hacia el desvalido, sus palabras de ánimo manifestaban el amor más intenso.
Hoy podemos disfrutar del mismo privilegio. Invitemos a Jesús a nuestra casa, a nuestra mesa, a nuestra vida, y gozaremos la alegría que de él emana.