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Son los tiempos de Julio César. El circo está repleto. En la arena, esclavos y fieras salvajes pelean por su vida. De pronto, salta a la arena un esclavo del norte de África. Su nombre es Androcles. También salta un león. La multitud guarda silencio. Hombre y fiera caminan entre charcos de sangre. El león mira fijamente al hombre y se queda quieto. Luego se va aproximando lentamente hacia él y procede a lamerle las manos y los pies. Androcles recupera el valor, y reconoce a la fiera.
Maravillado ante la insólita escena, Julio César manda llamar al esclavo y le pregunta el porqué de la extraña conducta del león. Androcles responde:
En mi nativa África yo era esclavo de un hombre cruel. Un día, cansado de los abusos, escapé, y en la huida me escondí en una cueva. Mientras estaba allí, entro un león, cojeando y sangrando de una pata. Por sus gemidos concluí que la herida le dolía intensamente. Al principio tuve miedo, pero el león no parecía agresivo, al contrario, me pareció que me extendía la pata. Entonces pude ver una enorme espina clavada en su pata. Me acerqué lentamente, se la saqué, y le vendé la herida lo mejor que pude. Luego el león se acostó y se durmió. Ahora, después de varios años, nos encontramos en el circo y él me reconoció.
Así relató el historiador Apiano la crónica de este encuentro de amigos en el lugar donde los enemigos se mataban. Entre la fiera y el esclavo se cumplió la palabra de Jesús. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mat. 5:7). También se cumplió la ley de la reciprocidad: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gál. 6:7).
La misericordia tiene frutos deliciosos al espíritu. “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Luc. 6:36).