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Stuart Holden estaba dirigiendo unos servicios religiosos de reavivamiento en Egipto, y en una reunión le preguntó a un oficial del regimiento de Highland, cómo había llegado a ser cristiano. Como respuesta, el oficial contó esta anécdota:
“Había un soldado raso en nuestra compañía que fue convertido en Malta, antes de que nuestro regimiento saliera hacia Egipto. Por tal razón todos nos burlábamos de él. Una noche, el cristiano volvió de su puesto de centinela, cansado y mojado, pero antes de acostarse se arrodilló para orar. Mientras oraba, yo le arrojé mis dos botas a la cabeza, pero el siguió concentrado en su oración.
“A la mañana siguiente, cuando desperté, encontré mis botas junto a mi cama bien lustradas. Esa fue su respuesta a mi mala conducta. Este modo de responder produjo en mí una contrición terrible. Ese día entregué mi corazón a Cristo, y fui salvo".
¡Qué ejemplo de cristianismo!
San Pablo aconsejó a los hermanos de Roma ser bondadosos y procurar siempre lo bueno, aunque recibieran el mal de otros. Él vivió bajo emperadores perversos, como Calígula y Nerón, pero no los aborreció; al contrario, ganó conversos en la casa de este último. Eso es predicar el evangelio, el gran poder de Dios para salvación.
Los cristianos no tenemos derecho ni permiso de hacer el mal. Nuestro Señor nos compró para ser como él en pensamiento y acción. Hacer el bien a quien nos favorece es humano; hacer el bien a quien nos ofende es divino. Hacer el mal porque nos hicieron mal es caer en el juego del mal. Hacer el bien al enemigo es prevalecer sobre su maldad. San Pablo escribió al respecto: “Si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (Rom. 12:20).
¿Cuál será la bota que hoy debemos lustrar para atraer a otros a Cristo?