|
Después de Dios, la madre tiene el mayor potencial de amar, y muchas lo ejercen. La madre cristiana se parece a Dios porque lleva su imagen, porque imparte vida, y por su espíritu abnegado.
La historia se adorna de madres ejemplares e hijos virtuosos, pero nadie como María de Nazaret y su Hijo Jesús. Ella encarna el ideal de maternidad y Jesús el del amor filial. Madre amorosa-hijo piadoso es la combinación perfecta. No se puede pedir más de este lado de la eternidad.
María recibió en su seno al Hijo de Dios en su encarnación, y lo amo sin medida. Lo cuidó, lo educó y lo dedicó a Dios. Y su amor fue correspondido. El caso de María y Jesús ha sido el único en que el hijo amó más que la madre, en el que el Hijo enseñó a amar a la madre.
De Jesús, María aprendió a respetar los tiempos de Dios. En las bodas de Caná, cuando María se adelantó a pedirle un milagro en favor de los contrayentes, Jesús le hizo ver que aún no era el tiempo de darse a conocer como Mesías. “Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (Juan 2:4). Nunca más interfirió María con la misión de su Hijo.
Jesús fue la causa del gozo de María, la razón de su vida, la corona de su maternidad. Él nunca fue rebelde ni descortés. Ni siquiera cuando en las bodas de Caná, ante la insistencia de María porque hiciera un prodigio, le dijo que aún no llegaba su hora de manifestarse como Mesías. De todos modos, realizó el milagro de cambiar el agua en vino. Él siempre veló por ella, y aun cuando el ominoso velo de la muerte lo envolvía, consciente de que María quedaría desamparada, la encargó al cuidado de su discípulo Juan, diciendo: “He ahí tu madre” (Juan 19:27).
Hoy, cuando la maldad parece eclipsar el amor, cuando no faltan las mujeres que abortan el fruto de su amor, y cuando abundan los hijos ingratos, haríamos bien en evocar a la mujer que modeló el ideal de la maternidad, y al joven Carpintero que en la risueña Nazaret nos enseñó a ser hijos.