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Los persas hacían todo en grande: las fiestas, los palacios, los desfiles. Y sus
leyes eran inquebrantables. Los hebreos vivieron entre los persas hasta que Ciro, Darío y Artajerjes los liberaron. Esdras, Nehemías y Zorobabel regresaron a Judá. Otros se quedaron en Persia expuestos a la maldad de los demonios y los hombres malvados, pero Dios les proveyó una reina judía.
Un día Amán, el primer ministro, calumnió a los hebreos porque Mardoqueo, el padre adoptivo de la reina Ester, no se inclinaba a su paso como hacían los demás. Sabía que era judío y lo acusó de subversión, pero también a su pueblo. Asuero le creyó y promulgó un decreto de muerte redactado por Amán.
Mardoqueo le pidió a Ester que intercediera por su pueblo. Pero había un impedimento: ella no tenía cita con él. Si entraba en su presencia sin permiso, según la ley sería ejecutada, a menos que el rey le extendiera el cetro en señal de bienvenida.
Mardoqueo insistió que interviniera. Entonces la reina entendió porque estaba ahí: para salvar a su pueblo. Junto con sus doncellas oro y ayuno durante tres días, y luego se dirigió a la sala del trono con estas palabras en sus labios: “Si perezco, que perezca” (Est. 4:16).
El rey estaba en la sala del trono cuando de pronto entró la reina. Había estado tres días en audiencia con un rey mejor, Dios, y su faz fulgía con la gloria divina. El monarca le extendió el cetro y ella lo invitó a un banquete junto con Amán.
La reina salió feliz y esperanzada, y Amán también: No solo era el favorito del rey, también lo era de la reina. Amán le contó a su esposa Zeres y a sus amigos del privilegio de comer con el rey, pero también de su amargura al pasar frente a Mardoqueo. La mujer le aconsejó que levantara en su casa una horca de cincuenta codos [22 metros) de altura para Mardoqueo.
La trampa estaba puesta.
No es bueno poner trampas. Podemos caer en ellas. Dios es el árbitro de la humanidad, y ha determinado que las trampas atraigan a sus creadores.