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Pureza

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Y en gran manera se maravillaban, diciendo: Bien lo ha hecho todo. Marcos 7:37.

Cuenta la leyenda que Midas, rey de Frigia, impulsado por la codicia, le rogó a Dionisio:

-Deseo que se convierta en oro todo lo que toque.

La mitológica deidad quiso darle una lección, y se lo concedió.

Midas tomó una delicada flor de vistosos colores y esta se tornó dorada.

Tocó los frutos de un árbol y se convirtieron en fantásticas formas auríferas. Midas corrió a los montes y tocó las piedras, los árboles, los arroyos. Todo se convertía en oro,

    Más tarde, Midas tuvo hambre y el pan se tornó en oro, tuvo sed y el agua era oro líquido al contacto con sus labios. Se llevó las manos a la cabeza, y vio en el espejo sus cabellos convertidos en hebras doradas. Y cuando su hija lo abrazó, se volvió toda de oro.

    Midas retrocedió, espantado. Se arrepintió e invocó a Dionisio.

--Aprende la lección -dijo este--. Para liberarte, ve a purificarte en el río Pactolo.

Así lo hizo. Desde entonces el río Pactolo arrastra pepitas de oro.

El mito de Midas ilustra una verdad importante: la codicia es destructiva. Otra importante verdad es la de que influimos sobre lo que tocamos.

Cristo tocó un establo y lo tornó en capilla. Tocó un pesebre y lo cambió en altar, tocó un taller y enalteció a los artesanos. Tocó una cruz y la hizo logotipo de su religión, tocó una tumba y dignificó la muerte.

Eso es santificación. En su encarnación, Cristo nos otorgó el regalo de la santidad. Lo hizo porque es el Santo. Fue otro el que le dio a Midas el poder de convertir todo en oro, y luego se lo quitó. No así con Cristo. A él nadie le otorgó la santidad, es decir la impecabilidad; él es santo en sí mismo.

Cuando el ángel Gabriel buscó a María para invitarla a recibir al Redentor, y ella estuvo dispuesta a recibirlo en su seno, el ángel se refirió a él como "el Santo Ser” (Luc. 1:35). Pidamos a Jesús que nos comparta de su santidad., m

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