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Prodigio

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Yo soy la resurrección y la vida. Juan 11:25.

Tomás de Aquino dijo que “solo un necio trata de consolar a una madre ante su hijo muerto”. Se tiene que ser necio para intentarlo, o se tiene que ser Dios. La consolación es un proceso: negación, rebelión, negociación, depresión y aceptación. No se puede sanar a los deudos el día del funeral, a menos que uno sea Dios y haya venido a resucitar al difunto. Eso hizo Jesús en un lugar llamado Betania.

Jesús sabe que Lázaro reposa esperando el momento sublime de la redención. Le avisaron y le rogaron que acudiera cuando Lázaro estaba enfermo, pero se tardó cuatro días. No ha llegado al lecho de dolor, sino al escenario de la derrota. Es que en la agenda de Cristo, junto al nombre de Lázaro no aparece la palabra “sanar", aparece la palabra “resucitar”.

Jesús acude al cementerio seguido por una multitud curiosa. Debe ir a llorar, como han llorado ellos. Jesús llora, pero no llora por Lázaro, tampoco por los familiares enlutados. No, Jesús llora por sus adversarios presentes, los que a pesar de lo que verán enseguida, se afianzarán en su rivalidad.

Luego Jesús llama a Lázaro y este sale del sepulcro. Le quitan la mortaja y se va a su casa como quien ha despertado de una siesta.

El regreso a la vida de Lázaro es un anticipo, una profecía de lo que será en el futuro la resurrección de los muertos. Los amigos de Jesús, sus íntimos, sus más queridos, volverán a la vida ante el asombro de sus enemigos y las miradas mezquinas de los que rechazaron su sacrificio expiatorio.

Tan buen amigo es Jesús que si estamos enfermos nos cura, y si estamos muertos, un día nos resucitará.

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