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MARÍA MAGDALENA
El último empujón le hizo perder el equilibrio y se desplomó sobre la arena. Sintió que no podía caer más bajo. El asco y la vergüenza le revolvían las entrañas. Deseó que el proceso de lapidación se acelerara y la mataran de una vez; así pondría fin a todo. En un rápido gesto escondió su rostro bajo la manta que envolvía su cuerpo. Esas miradas cínicas dolían más que su orgullo herido.
Cuando los fariseos y los maestros de la ley pensaron en una mujer cuya vida pudiera ser sacrificada para probar que Jesús no respetaba la ley de Moisés, pensaron en María Magdalena. María Magdalena era una mujerzuela; si moría apedreada, nadie se quejaría, pues pondría en tela de juicio la lapidación pública de una prostituta.
Pero Jesús no pensaba igual. Ante sus ojos, María era bella por dentro y por fuera. Él la había creado y la había perdonado. María era su hija, su hermana, su amiga. En pocos días él entregaría su vida para salvar a María y a todos los que, como ella, vivían bajo el dominio del pecado.
Elena G. de White nos cuenta que María había sido arrastrada al pecado por Simón, su pariente cercano (ver DTG, 519). Desde entonces María había desarrollado un falso sentimiento de culpa. Esa culpa la había arrastrado a no respetarse a sí misma. La culpa es como una enredadera venenosa que crece en nuestro interior, hasta que sus espinas y sus ramas se vuelven más y más fuertes, y ahorcan nuestras ilusiones y ahogan nuestro amor propio Pero Jesús no nos condena. Más bien nos ama, nos restaura, y nos reconoce como suyas. Acércate a él con confianza hoy. -AP