Regresar

Madre sufriente

Play/Pause Stop
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Juan 19:26, 27.

MUJERES JUNTO A LA CRUZ

La madre de Jesús, sostenida por el amado discípulo Juan, había seguido las pisadas de su Hijo hasta el Calvario. Le había visto desmayar bajo la carga de la cruz, y había anhelado sostener con su mano la cabeza herida y bañar la frente que una vez se reclinara en su seno. Pero se le había negado este triste privilegio... Su corazón volvió a desfallecer al recordar las palabras con que Jesús había predicho las mismas escenas que estaban ocurriendo... ¿Debería ella renunciar a su fe de que Jesús era el Mesías? ¿Tendría ella que presenciar su oprobio y pesar sin tener siquiera el privilegio de servirle en su angustia? Vio sus manos extendidas sobre la cruz; se trajeron el martillo y los clavos, y mientras estos se hundían a través de la tierna carne, los afligidos discípulos apartaron de la cruel escena el cuerpo desfalleciente de la madre de Jesús.

Los ojos de Jesús recorrieron la multitud que se había reunido para presenciar su muerte. Allí, al pie de la cruz, estaba Juan sosteniendo a María, su madre. Había venido a esa terrible escena, porque no podía continuar alejada de su Hijo. Y la última lección que Jesús enseñó, estuvo relacionada al amor filial. Mirando primeramente el rostro angustiado de su madre y después el de Juan, le dijo a la primera: “Mujer, he ahí tu hijo”; y al discípulo: “He ahí tu madre” (Juan 19:26-27).

Juan entendió perfectamente las palabras de Jesús y la misión sagrada que este le había confiado. Inmediatamente retiró a la madre de Cristo de la angustiosa escena del Calvario. Y desde aquella hora cuidó de ella llevándola a su propio hogar y prodigándole los cuidados de un hijo amante.

¡Qué misericordioso Salvador! En medio de su sufrimiento físico y su angustia mental, tuvo un pensamiento tierno y cuidadoso hacia la madre que lo había traído al mundo. No tenía dinero que ofrecerle para asegurar su futuro, pero la confió al cuidado de su amado discípulo, quien la aceptó como un sagrado legado. Este pedido resultaría en gran bendición para Juan, ya que le recordaría constantemente a su amado Maestro. -Elena G. de White, HD, 55, 56

Matutina para Android