|
Durante nuestra visita a Egipto, mis amigos y yo decidimos ir a conocer Luxor, una ciudad del sur del país. Luxor fue el hogar de dos de los templos egipcios más famosos: el templo de Luxor y el templo de Karnak. Pronto descubrimos que la mejor manera de llegar era en tren. Nos dirigimos a la estación de tren y preguntamos por boletos y precios. Sucedió que con nuestro presupuesto no podíamos pagar boletos de primera clase, ni de segunda; pero sí de tercera clase. Era un viaje nocturno en tren, de doce horas de duración, y a las siete de la noche ya estábamos en camino.
Viajar en tercera clase fue una experiencia interesante. Además de que el coche tenía animales y heno en el piso, los viajeros eran muy amigables. Un hombre en particular decidió amistarse con nosotros. Junto con otros ocho o diez egipcios rodearon nuestros asientos, y durante las siguientes dos o tres horas procedieron a enseñarnos palabras en árabe. Pronunciaban palabras, nosotros las repetíamos, y ellos se reían. Estoy seguro de que teníamos un acento extraño, pero nos divertimos mucho. Luego de unas pocas horas de sueño, nos despertó el intenso brillo de los rayos del sol entrando por las ventanillas.
Un par de horas antes de llegar a Luxor, el tren bajó la velocidad mientras pasaba por un pueblo. Alguien debe de haber comprado una gran cantidad de cañas de azúcar, pues las arrojaron en nuestro coche. Todos recibimos una enorme caña de unos dos metros [7 pies] de largo para comer. Ninguno de nosotros había probado antes la caña de azúcar, pero nuestros amigos egipcios nos mostraron como usar los dientes para pelar la caña y disfrutar del dulce jugo. Durante ese viaje, mis amigos y yo quedamos impresionados por lo amigables y hospitalarios que fueron los egipcios con nosotros. Creo que su actitud para con nosotros es la misma con la que Jesús trató a cada extranjero que conoció. Por cierto, mira el versículo de hoy y verás por qué tiene un significado especial para mí.