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Durante una de mis visitas a Chile, le pregunté a mi primo qué tenía que hacer para asistir a un partido de fútbol de primera división. Me dijo que asistir a partidos en el Estadio Nacional de Santiago tenía sus riesgos. Los hinchas de fútbol en todo el mundo tienden a perder el control cuando su equipo está perdiendo, y me dijo que las cosas eran especialmente impredecibles y peligrosas en los partidos que se jugaban en la capital. Le pregunté si había alguna otra opción para asistir a un partido de fútbol, y me sugirió ir a un partido de un equipo ubicado en los alrededores de la ciudad, donde el estadio era más pequeño, y la multitud menos tumultuosa. Sin saber bien qué esperar, llegamos al estadio como una hora antes del partido. Pagamos la entrada y llegamos a las gradas; y me asombró ver que el estadio ya estaba lleno.
No solo estaba lleno, sino que todos estaban de pie o saltando y entonando cantos a favor del equipo local. A cada pocos metros parecía que había hinchas golpeando tambores o tocando trompetas. Los hinchas nunca dejaron de cantar, y cuando el partido comenzó, cantaron incluso con mayor intensidad. En el entretiempo, luego de casi dos horas de cantar, saltar y vitorear, los hinchas finalmente se tomaron un descanso por unos pocos minutos, antes del comienzo del segundo tiempo. Como puedes imaginar, para ese entonces nos sabíamos todas las canciones de memoria, y también estábamos cantándolas, ¡Nunca en mi vida había visto hinchas tan apasionados!
No hay nada malo en ser apasionado, y nuestro versículo de hoy nos dice que sea lo que sea que hagamos, lo hagamos de todo corazón para Dios, no para los hombres. Honra a Dios con la manera en que haces todo: lo grande, lo pequeño, y especialmente lo que te apasiona.