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Llegar a Hong Kong desde mi casa en Míchigan fue un suplicio. Comenzó con un viaje de dos horas hasta el aeropuerto de Chicago. Luego subimos a un avión y durante cuatro horas volamos hasta San Francisco. Ahí abordamos otro avión, y volamos durante quince horas hasta Hong Kong. Entre paradas y escalas, tardamos casi un día entero. A lo largo de los años, cada vez que veía fotos de Hong Kong, me parecía que las habían tomado desde una colina muy alta con vista a la ciudad. Esas imágenes mostraban cientos de rascacielos a ambos lados del Puerto Victoria, entre Hong Kong y Kowloon.
Cuando llegamos al aeropuerto de Hong Kong, tomamos un tren hasta Kowloon. Desde ahí teníamos que cruzar el puerto para llegar a Hong Kong. Hay básicamente dos maneras de cruzar: puedes tomar un taxi o un autobús que cruza por un túnel debajo del puerto, o puedes ir de manera más tradicional: en barco. Decidimos cruzar en barco. Luego subimos a un autobús hasta el mirador, que se llamaba Victoria Peak [Cumbre Victoria], y admiramos la vista. Era asombroso mirar esta ciudad y darte cuenta de que allí abajo había más de siete millones de personas hacinadas en las calles.
Hay muchísima gente en el mundo, y conocemos a muy pocas personas. En la infancia se nos advierte que no hablemos con desconocidos, pues es muy importante mantener a los niños a salvo. Pero al convertirte en adulto, esa regla no se aplica tanto. Dios nos ha pedido que mostremos amabilidad y hospitalidad a los desconocidos, a la vez que ejercemos sentido común y sabiduría. Mientras tanto, ¿por qué no practicas la amabilidad y la hospitalidad con quienes conoces?