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En la meditación de ayer dijimos que no podemos dividir a los seres humanos entre los que adoran y los que no adoran. La adoración es un impulso natural del ser humano. Es algo universal. Todo el mundo adora. La cuestión es qué o a quién adoramos y servimos.
Jesús dijo: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23). La verdadera adoración instala a Jesús en el centro. Y a Jesús lo conocemos mediante la oración y el estudio de la Palabra de Dios. Por eso, dijo: “Escudriñad las Escrituras; porque [...] ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). La oración ubica a Jesús en el centro del corazón.
A veces pensamos que la oración se reduce a tocar la puerta del cielo para “abrir sus almacenes”. Tomamos esto muy literalmente. Pero la oración es más que pedir y recibir respuestas inmediatas a necesidades que creemos urgentes. Es verdad que Jesús dijo: “Pedid, y se os dará”, pero la idea central de esta frase de Lucas 11:9 es enfatizar el amor de Dios, que siempre provee a nuestras necesidades. Dios no siempre nos da lo que pedimos. No responde siempre nuestras oraciones como esperamos, porque si lo hiciera nos convertiría en seres egoístas. Si Dios hubiera contestado todas las oraciones caprichosas que he hecho en mi vida, ¿dónde estaría yo ahora? Si Dios hubiera respondido todas mis oraciones egoístas, me habría convertido en un narcisista incurable e incorregible. El propósito esencial de la oración es vincularnos con Dios y disfrutar su presencia. La oración no es para cambiar los planes de Dios para mi vida a fin de que haga lo que yo quiera. Es para confiar y descansar en su soberana voluntad.
¡Que no se apague el fuego de Dios en tu vida! Avívalo diariamente con la oración. Pide la llama del Espíritu, porque, así como no hay incienso sin fuego, no hay oración sin llama.
Oración: Señor, enciende mi oración con la llama de tu Espíritu.