|
Recuerdo aquellas madrugadas invernales, cuando entre penumbras caminaba por las veredas de la ciudad con pasitos de algodón. El silencio me envolvía, y yo, cargando en mis hombros la soledad y la oscuridad de la noche, repetía esta oración para ahuyentar las sombras y fantasmas que me esperaban en cada esquina, detrás de algún árbol. Yo era apenas un niño de unos diez años, y mi madre me confiaba la tarea de ir a buscar los dos litros de leche que el Gobierno les daba a quienes tenían "tarjeta de pobre". El almacén público abría a las cuatro de la madrugada y solo trabajaba una hora. Quedaba a unas veinte cuadras de mi casa. No había promesas de luz en primavera ni tampoco en verano. En aquellas noches oscuras, mi corazón infantil oraba: "Jehová es mi pastor; nada me faltará".
Esta oración me acompañó toda la vida. Es la delicia de la niñez y el consuelo de la vejez. Es el Salmo más amado de todos los que escribió David.
Dios es el Pastor que te guía a "lugares de delicados pastos", para que descanses de las fatigas de la vida. Calma tu sed junto a "aguas de reposo". Consuela tu alma, y te guía por la vereda correcta. Te protege en el camino, y disipa las sombras. Sostiene tu vida, y te da confianza y seguridad. Te invita a su casa (Mat. 22:1-14), y ahí te alimenta. Unge tu mente y tu corazón con el aceite del Espíritu (Isa. 61:1). Te da sabiduría, y te sirve bendiciones abundantes en la copa de la vida.
El está a tu lado en las oscuras noches de invierno, cuando nadie escucha tus pasitos de algodón.
Oración: Contigo, Señor, ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en tu casa moraré por largos días.