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La tarde agonizaba cuando el Maestro llamó a Pedro, Santiago y Juan para que lo acompañaran a la cima de la montaña. En silencio, los tres discípulos siguieron la escarpada senda en pos de Jesús. Eran los mismos tres que lo acompañarían en la noche del Getsemaní. La luz del poniente se detenía en la cumbre y doraba el sendero que recorrían, pero pronto se fue apagando a medida que el sol se hundía bajo el horizonte. En pocos minutos, los caminantes solitarios quedaron envueltos en la oscuridad de la noche. La lobreguez de cuanto los rodeaba era un signo premonitorio de las horas amargas que traspasarían sus vidas: Jesús sería entregado para agonizar y morir en una cruz.
Finalmente, apartándose un poco de ellos, el Señor derramó sus súplicas entre lágrimas y gemidos. Imploraba fuerzas para soportar la prueba en favor de la humanidad. Al principio, los discípulos lo acompañaron en oración; pero después de un tiempo, el cansancio los venció y se durmieron. Entonces Jesús le pidió al Padre que abriera los cielos para que los tres discípulos vieran la gloria que les esperaba después de la batalla.
Su oración fue oída. Repentinamente, las puertas de la ciudad de Dios se abrieron de par en par, y una irradiación santa descendió sobre el monte, rodeando la figura del Salvador. Su divinidad refulgió a través de su humanidad, y se fundió en la gloria que venía de lo alto. Jesús se había transformado en un Ser de luz. Así se cumplió la palabra del Maestro cuando ochos días antes había anticipado que había "algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios" (Luc. 9:27). Luego, Pedro testificó de ese reino en 2 Pedro 1:16 al 18.
En aquel monte, Dios reunió a Pedro, Juan, Santiago, Elias y Moisés para decirte que tus luchas no son vanas. No importa cuán saludable o enfermo puedas estar hoy, tú y yo somos enfermos terminales, ¡pero pronto nuestro cuerpo mortal se vestirá de inmortalidad (1 Cor. 15:53)!
Oración: Gracias, Señor, por esta "bendita esperanza".