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Es posible que haya sido el mismo fariseo a quien iba dirigida esta parábola quien haya reunido a sus colegas para escuchar al Maestro (Luc. 18:9). Dos son las características del perfil religioso de un fariseo: la rectitud de sus obras y el desprecio a los demás, que es el resultado natural de la confianza en sí mismo. La autoadulación era absoluta; y el desprecio, omnipotente: los otros eran nada. El Maestro contrasta la oración del fariseo con la del publicano (vers. 13, 14) para enseñarnos una lección: el fariseo necesita muchas palabras para hablar de sí mismo; el publicano, ninguna. La justicia propia tiene muchas formas; la humildad tiene solo una emoción y un clamor: "Dios, sé propicio a mí, pecador" (vers. 13).
Cada palabra en la oración del fariseo está llena de autocomplacencia. Incluso la expresión "oraba consigo mismo" es muy significativa, pues sugiere que la oración estaba menos dirigida a Dios que a sí mismo. Esta no fue una oración a Dios, sino el soliloquio de una autoalabanza. Autoadulación y calumnia se correspondían a la perfección; por lo tanto, esa oración no pasó de los labios del fariseo.
Dios es mencionado formalmente al principio, en las primeras palabras: "Dios, te doy gracias". Pero eso es solo una introducción formal; en el resto no hay rastro de oración. Un caballero tan satisfecho no tenía necesidad de pedir nada. Él usaba palabras de gratitud, pero su verdadera intención era alabarse a sí mismo usando a Dios. Dios es nombrado una vez; todo lo demás es yo, yo, yo. Él no tenía anhelo de comunión, ni aspiración, ni pasión por Dios. Su concepción de la rectitud era mezquina y superficial. No estaba tan agradecido por ser justo como por ser el único que era muy justo. Con esa oración estaba negando los grandes pecados que albergaba su alma.
Detrás del "perfeccionismo espiritual" hay mucha maldad. Detrás de la crítica y el chisme hay mucha oración tóxica.
¡Que tu oración sea incienso fragante, encendido por el fuego del Espíritu!
Oración: Señor, sé propicio a mí, que soy pecador.