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Cuando nos acercamos a nuestro texto con temor reverente, el corazón exhala gratitud y adoración al ver el alma de Cristo en agonía, sumisa a la voluntad del Padre.
Piensa en el contraste entre los gritos de algarabía por la fiesta en Jerusalén y el silencio de Jesús y sus discípulos bajo la sombra de los olivos, en el jardín iluminado por la luna. Jesús necesitaba la compañía de sus amados, pero más necesitaba la soledad. Por eso "se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró" (Luc. 22:41). Se fue lo suficientemente lejos como para concentrarse en su oración, y lo suficientemente cerca como para cuidarlos y aconsejarles, dos veces, que oraran por ellos mismos. Jesús sabía que su sufrimiento podría desalentarlos. ¡Cuán hermoso es Jesús en su cuidado por sus discípulos! Su amor abnegado brilla más gloriosamente en la oscuridad de su tristeza.
Lucas anota tres cosas: la oración, la aparición del ángel y los efectos físicos de la agonía (vers. 42-44). La oración del Getsemaní es verdaderamente "la oración del Señor". El Padrenuestro no fue su oración, sino la que enseñó a sus discípulos. Ambas comienzan enfatizando la paternidad de Dios, que nunca nos abandona. Jesús invoca al Padre para decirle: "Si quieres, pasa de mí esta copa" (vers. 42). Sintió por anticipado el riesgo de que Dios lo abandonara por llevar los pecados de la humanidad. Pero ¿dudó en su deseo y resolución de soportar la Cruz? ¡Mil veces no! Su voluntad nunca vaciló. Si no hubiera visto la Cruz como un instrumento de tortura, no habría sido un sacrificio, pero si el miedo hubiera penetrado su voluntad, no habría sido nuestro Salvador.
La aceptación de la voluntad divina no es trágica: "Si debe ser así, que así sea". En su oración, Jesús recibió la respuesta del Padre: ambas voluntades coincidían.
La conformidad de tu voluntad con la de Dios es la más alta bendición de la oración, y la verdadera liberación.
Oración: Señor, quiero hacer tu voluntad.