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Moisés vivía un momento singular. Primero se topó con el milagro de un pequeño arbusto que se quemaba pero que no se consumía. Enseguida, escuchó la voz de Dios, pronunciada desde las llamaradas de fuego. Después reconoció la santidad del Señor y se sacó las sandalias de los pies, aceptando que el suelo polvoriento del desierto se había transformado en un lugar sagrado, porque Dios estaba allí.
Dios es santo, y debe ser respetado como tal. No podemos perder el sentido de su grandeza, su gloria, su majestad, su soberanía, su poder y su santidad. Es verdad que Dios es nuestro Amigo, pero no debemos olvidarnos de que él es el Señor; merece cariño, pero también respeto y reverencia. El propio Moisés, cuando estaba en su presencia, daba vuelta su rostro para no ser consumido por su gloria. En el tercer Mandamiento recibimos la orden de respetar al Señor y su nombre (Éxo. 20:7).
Sin embargo, ese respeto no es automático para la naturaleza pecaminosa. Necesita ser cultivado. Si queremos honrar a nuestro Dios, no debemos hacer lo siguiente:
Usar o mencionar su nombre de manera vulgar, en expresiones impulsivas o hasta negativas.
Actuar de manera irrespetuosa dentro del templo, demostrando desinterés o falta de atención, ni siquiera usando ropa que no combine con la santidad del lugar.
Actuar de manera incoherente, asumiendo nuestra identidad cristiana pero siendo deshonestos, faltándoles el respeto a los principios bíblicos o no demostrando amor al prójimo.
Alimentar orgullo espiritual, intentando manipular al Señor y usarlo para defender nuestros propios intereses o, incluso, sentirnos espiritualmente superiores a los demás.
Nuestro Dios es santo. Al comportarnos delante de él, sé siempre simpático, nunca burlón; alegre, pero no sarcástico; sonriente, pero no irreverente. En la presencia divina, entendemos la real condición humana. Nuestro pecado es revelado y nuestras máscaras caen. Sin embargo, su misericordia nos envuelve y, en su gracia, somos restaurados. Por eso, nuestra relación con el Señor debe ser pautada por el respeto y el amor. Frente a la Majestad del universo, quítate las sandalias de los pies. Nunca olvides: Dios es santo y justo, pero es también amoroso y lleno de misericordia.