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La factura de la electricidad de Dios

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«¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra [...] cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?». Job 38: 4-7

EL DÍA DE LOS ELEGIDOS

PENNY DAWSON, de Weatherford, Texas, sabía que las facturas de los servicios públicos venían subiendo, ¿pero tanto? Con todo, cuando rasgó el sobre para abrirlo, su factura estaba clara como el agua: ¡24.200 700 004 dólares (efectivamente, veinticuatro mil millones y pico)! Resulta que otros mil trescientos clientes también recibieron facturas por más de mil millones de dólares cada uno. ¡Apaga y vámonos!

¿Qué pasaría si Dios decidiese facturarnos por vivir en su planeta? Después de todo, es tanto el Creador como el Sustentador, Mantiene las luces encendidas, a la tierra dando vueltas, el aire puro y las aguas limpias (salvo cuando los hemos contaminado), a las plantas creciendo, a los pájaros cantando y a todas las criaturas reproduciéndose. ¿Qué pasaría si recibiésemos una factura de nuestro Creador? Bueno, ¡quién podría pagarla!

Lo cierto es que este planeta verdeazulado suspendido en el sistema solar hacia el borde de la Vía Láctea es un regalo de Dios a sus hijos de la tierra. No, no para abusar de él, devastarlo y destruirlo. El planeta y su delicado ecosistema son un regalo divino para sus amigos humanos, una prenda de amor, una herencia de gracia, para quererlo y cuidarlo todos nuestros días.

«En todo lo creado se ve el sello de la Deidad. La naturaleza da testimonio de Dios. Una mente sensible, puesta en contacto con el milagro y el misterio del universo, no puede dejar de reconocer la obra del Poder infinito. La fuerza productiva de la tierra y el movimiento que efectúa año tras año alrededor del sol, no se deben a una energía inherente. Una mano invisible guía a los planetas en su recorrido por las órbitas celestes. Una misteriosa fuerza vital impregna toda la naturaleza, y ella sostiene los innumerables mundos que pueblan la inmensidad; alienta al minúsculo insecto que flota en el céfiro estival; que dirige el vuelo de la golondrina y alimenta a los pichones de cuervos que graznan; que hace florecer el pimpollo y convierte en fruto la flor» (La educación, cap. 10, p.89).

No es de extrañar que un paseo serpenteante por un parque de una ciudad o una tranquila pausa bajo las estrellas a medianoche puedan convertirse en un acto de adoración. Y con el corazón sumiso reconoceremos, sin duda, con J. Pablo Simón. «El mundo es de mi Dios: escucho alegre son del ruiseñor, que al Creador eleva su canción. El mundo es de mi Dios; y en todo mi redor las flores mil con voz sutil declaran fiel su amor» (Himnario adventista, no 65).

«Adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Apoc. 14; 7).

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