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El gran nombramiento

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«A ti, pues, hijo de hombre, te he puesto por centinela de la casa de Israel: tú oirás la palabra de mi boca y los amonestarás de mi parte». Ezequiel 33: 7

LA MOVILIZACIÓN DE LOS ELEGIDOS

EN CIERTA OCASIÓN Abraham Lincoln tuvo la ocurrencia de decir que las personas que alardean de antepasados son como un patatal: lo mejor está bajo tierra. ¿Podría aplicarse eso a nosotros, herederos del apasionado fervor de movimiento millerita por el regreso de Cristo? Un vistazo al calendario nos recuerda que hace más de 170 años, en este mismo momento, hombres, mujeres y niños a lo largo y ancho del litoral oriental de los aún jóvenes Estados Unidos estaban reunidos en salones y cocinas, en campos y graneros y carpas, apiñados con los que amaban, con la expectación de que en algún punto entre ese momento y la medianoche Jesús vendría. ¿Qué pasaría sitú y yo creyésemos eso ahora mismo? ¿Puedes imaginarla mezcla de electrizante esperanza y de inquieta incertidumbre que atenazaría nuestro corazón mientras observábamos el reloj y esperábamos?

Nuestro texto de hoy fue el mandato abrasador que no pudo sacudirse de encima William Miller, agricultor bautista y estudioso de la Biblia de mediana edad. Durante trece largos años en su caserío de Low Hampton, Nueva York, había estado rumiando los números de la profecía sumándolos y restándolos para garantizar la lógica y la integridad de su estudio. Y todos sus cálculos volvían a la misma conclusión: Cristo regresaría a mediados de la década de 1840. ¿No debería dar la voz de alarma? Pero, ¿cómo podía hacerlo, no siendo más que un campesino? «Cuando estaba ocupado en mi trabajo —explicó—, sonaba continuamente en mis oídos el mandato: Anda y haz saber al mundo el peligro que corre. [...] Me parecía que si los impíos podían ser amonestados eficazmente, multitudes de ellos se arrepentirían; y que si no eran amonestados, su sangre podía ser demandada de mi mano» (El conflicto de los siglos, cap. 19, p. 330).

La lucha interna era tan intensa que, por fin, en agosto de 1831, Miller prometió a Dios que si recibía una invitación a compartir su impresionante conclusión sobre la profecía, aceptaría. En pocos minutos un golpe en la puerta trajo esa invitación. Miller se metió en una arboleda de arces cercana para orar. El hombre que salió procedió a encabezar uno de los mayores avivamientos espirituales de la historia de los Estados Unidos, con decenas de miles de personas aguardando con ansias el regreso de Jesús el 22 de octubre de 1844.

Pero estaban equivocados. ¿No? ¿Podría ser que, como hijos espirituales suyos, hayamos sido llamados a abrazar el mismo fervor, la misma misión, la misma pasión por el mismo Jesús? ¿Podría ser que su desengaño sea nuestro nombramiento para acabar lo que ellos empezaron?

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