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LAS ALAS DE LAS AVES están constituidas de una manera maravillosa; poseen un sistema esquelético y muscular tan ligero que hace posible el vuelo. Sin embargo, hay algunas aves que, aun teniendo alas, no pueden volar, porque estas son reducidas en tamaño o muy pesadas.
A veces, nos referimos a personas diciendo que han volado muy alto, cuando han alcanzado sus ideales, sueños y proyectos. Tal vez lo decimos haciendo alusión al vuelo de las aves, que pueden volar largas distancias y a gran altura. Esta atinada figura de pensamiento bien puede ser aplicada a nosotras. No tenemos alas, pero podemos volar cuando lo imposible lo hacemos posible, cuando dejamos las quimeras para trabajar en y con nuestra vida para alcanzar los propósitos de Dios para sus hijas.
Los expertos en estudios de la naturaleza humana aseguran que una persona alcanza las alturas cuando llega a la autorrealización personal, la cual se define como un estado de plenitud y bienestar que no se consigue por lo que nos ofrece el entorno, más bien, es un proceso interno de autovaloración.
Cuando despertamos a la realidad de lo que somos y nos empoderamos a través de las donaciones que Dios nos ha dado, podemos volar muy alto, aun sin tener alas. Las alturas se alcanzan cuando dejamos de cargar nuestros complejos, culpas, desilusiones y desencantos, y nos atrevemos a salir del rincón oscuro y paralizante de la conmiseración personal, los infortunios y los desaciertos.
Amiga, ser mujer no es necesariamente lo que te han enseñado ni lo que has vivido hasta ahora. Despierta a la realidad de lo que eres; sencillamente eres parte de la expresión del amor de Dios. Recuerda que los obstáculos son una fuente de aprendizaje, y que a través de ellos puedes lograr fortaleza, valor y esperanza, en ti, en Dios y en los demás.
Desarrolla una mirada «bifocal»: mira al cielo para que seas consciente de la presencia de Dios en tu vida, y baja los ojos a tu realidad presente para que descubras las posibilidades y los recursos que tienes disponibles. «Fijemos nuestra mirada en Jesús, pues de él procede nuestra fe y él es quien la perfecciona» (Heb. 12:2).