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El mejor amigo de la humildad - Segunda parte

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«Moisés era un hombre muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra». Números 12: 3

EL CARÁCTER DE LOS ELEGIDOS

LAS CUATRO DECADAS transcurridas en Egipto quedaron pronto igualadas por cuarenta largos y ardientes años en el desierto de Madián. Moisés se matriculó en la escuela del fracaso: «El ser humano se habría evitado ese largo período de trabajo y obscuridad, por considerarlo como una gran pérdida de tiempo. Pero la Sabiduría infinita determinó que el que había de ser el caudillo de su pueblo debía pasar cuarenta años haciendo el humilde trabajo de pastor, [...] Ninguna ventaja que la educación o la cultura humanas pudiesen otorgar podría haber substituido a esta experiencia. [...] Enclaustrado dentro de los baluartes que formaban las montañas, Moisés estaba solo con Dios. [...] Parecía encontrarse ante su presencia, eclipsado por su poder. Allí fueron barridos su orgullo y su confianza propia. En la austera sencillez de su vida del desierto, desaparecieron los resultados de la comodidad y el lujo de Egipto. Moisés llegó a ser paciente, reverente y humilde, “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Núm. 12: 3), y sin embargo, era fuerte en su fe en el poderoso Dios de Jacob» (Patriarcas y profetas, cap. 22, pp. 225-227; la cursiva es nuestra).

El fracaso es el mejor amigo de la humildad, ¿no crees? Al parecer, Dios permite que fracasemos con la esperanza ilógica de que, con él, podamos tener un fracaso coronado por el éxito. Porque, ¿qué hay que tumbe nuestro ego y hiera nuestro orgullo más rápida y profundamente que el fracaso, sea público o privado? Y, ¿somos alguna vez más enseñables que cuando hemos fracasado? ¿Somos alguna vez más propensos a la humildad que cuando estamos atenazados por el fracaso? Hace unos años alguien me pasó un libro con las palabras: «Necesitas esto». Era el modélico libro Humility [La humildad], de Andrew Murray. Ha sido una bendición para mí, hasta el punto de que lo he leído con meditación tres veces: «Acepta con gratitud todo lo que Dios permite procedente del interior o del exterior, de amigo o enemigo, en la naturaleza o en la gracia, para recordarte tu necesidad de humillarte, y para ayudarte a hacerlo. Considera que la humildad es, verdaderamente, la virtud cardinal, el primero de tus deberes ante Dios, la salvaguardia perpetua por antonomasia del alma, y anhélala como la fuente de toda bendición» (p.88).

Después de todo, ¿no abrazó Jesús todo lo que lo humillaba? Con una toalla para nuestros pies y una cruz para nuestras almas, «se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte» (Fil. 2: 8). Y, ¿qué invitación nos extiende? «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Entonces, ¿no vamos a pedir que nos ayude a llegar al punto en el que podamos abrazar lo que nos humilla, con independencia de lo que sea? Porque, ¿cómo, si no, llegaremos a ser como Jesús?

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