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SE SENTÓ FRENTE A MÍ con los puños cerrados. Cuando intenté acercarme a ella, su cuerpo se puso rígido y se echó hacia atrás en el sillón, huyendo de mi cercanía. Intenté entablar un diálogo, pero no lo logré. Levantó un gélido muro de indiferencia, casi imposible de romper. Así que nos quedamos en silencio un momento y luego, con suavidad, comencé a hablar de mis propios padres y de mi adolescencia, que a veces fue tan triste. Fue entonces cuando un brillo de lágrimas se asomó a sus ojos de niña. Tenía apenas quince años. Me acerqué, ahora sí, sin resistencia, y tomé su mano. En un movimiento inesperado, se abrió por completo a mí: subió la manga de su suéter y pude ver las cicatrices, resultado de su autoflagelación. En mi presencia, lloró su soledad, su tristeza, su abandono. Yo, aunque no se pudieran ver mis lágrimas, lloraba en mi corazón con ella, recordando mis propias soledades de niña y conectando completamente con su dolor.
Cuánto daño puede hacer una mala relación entre una madre y su hija. Ese era el caso de esta muchacha; esa era la fuente de su dolor. Sufría la indiferencia y la crítica constante de su madre. Lamentablemente, su madre no era su compañera de viaje en la vida. ¿Eres tú la compañera de viaje en la vida de tu hija?
Si eres madres supliquemos a Dios que nos ayude a no entorpecer en ningún modo el desarrollo mental, emocional y espiritual de nuestras niñas. Ellas necesitan nuestra ternura, nuestra empatía y nuestra total aceptación de quienes son. El mundo les da miedo, por eso necesitan ser guiadas con palabras de ánimo que conecten de una manera auténtica con su realidad. Puedes mostrarle tu amor a tu hija con actos concretos:
• Aceptando su forma de ser.
• Interesándote en lo que a ella le interesa.
• Abrazándola todos los días.
• Alentándola en los fracasos.
• Riéndote con ella.
• Disciplinándola con bondad.
Si te falta fuerza, paciencia o tolerancia, pídelas a Dios. Nuestro «compasivo Redentor nos observa con amor y bondad, listo para escuchar nuestras oraciones y prestarnos la ayuda que necesitamos. El conoce las cargas que pesan sobre el corazón de cada madre y es su mejor amigo en cada emergencia» (El hogar cristiano, cap. 33, pág. 193).