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HACE ALGUNOS DÍAS, por algunas circunstancias de salud, acudí a un laboratorio de análisis médicos. También estaba allí, acompañada de sus padres, una niña de aproximadamente dos años de edad; mientras permanecía en la sala de espera, jugueteaba con un pequeño osito de peluche. Absorta en un viaje imaginario lleno de fantasía, la pequeña se reía y se emocionaba. Pero, de pronto, la magia se esfumó. Una enfermera vestida de blanco impecable apareció en la sala. Había llegado el turno de la niña, que entró acompañada de sus padres a la sala de análisis para que le tomaran una muestra de sangre. La risa infantil se transformó inmediatamente en un amargo llanto, que más parecía un grito de intenso dolor y sufrimiento. Terminada la extracción de sangre, y con el rostro empapado en lágrimas, la pequeña salió tomada de la mano de sus padres, buscando sentirse segura y a salvo. La vi caminar alejándose por el pasillo y, cuando desapareció a mi vista, me pregunté: «¿Es ese el precio de la vida?».
Sin duda, vivir tiene un precio; vivir cuesta. El dolor, la enfermedad y la tristeza forman parte de esta vida nuestra, aunque no era así en el plan original del Creador. Fuimos hechos para experimentar los placeres naturales que Dios puso a la disposición del ser humano cuando lo creó. El resultado de la desobediencia trajo como consecuencia la enfermedad, el sufrimiento y la apatía ante la existencia, que en muchos casos se transforma en un vacío existencial que nunca se llena. Sin embargo, es bueno saber que cada persona escoge cómo responder a las demandas cotidianas y toma responsabilidad acerca de cómo quiere vivir.
Respondo a mi pregunta diciendo: El precio de nuestra vida fue pagado a un costo muy elevado con la sangre de Jesucristo en la cruz del Calvario. En reciprocidad a esa gracia inmerecida, ¿qué haremos? Sugiero una cosa: vive con responsabilidad cada minuto, haciendo, siendo y estando en el aquí y en el ahora, con la seguridad de que pronto el cielo se abrirá, el Padre celestial vendrá en tu rescate y «secara todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir» (Apoc. 21:4).