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Manos limpias y corazón puro

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«Y todo el que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, de la misma manera que Jesucristo es puro». (1 Juan 3:3).

LA IMPUREZA nos rodea por doquier; parece ser el estado común del mundo en el que vivimos. La naturaleza misma es la receptora de toda la contaminación que ocasionamos nosotros, los seres humanos. Nuestro planeta enfrenta un caos ecológico que solo la mano de Dios podrá detener: los mares, los ríos..., todo perece bajo el peso de siglos de transgresión de las leyes de Dios.

Solo en la zona metropolitana de la Ciudad de México se concentran más de veinte millones de personas; circulan millones de automóviles todos los días; y hay miles de fábricas, hoteles y hospitales que, entre todos, generan alrededor de diecinueve mil toneladas diarias de desechos; todos ellos están haciéndonos pagar un peaje en cuestión de salud.

La impureza y la contaminación no solo afectan al medio ambiente; también al ámbito de las ideas, de los valores éticos y de la moralidad. La pureza en términos de santidad, castidad, bondad, honradez y fidelidad se está extinguiendo ante nuestras miradas, para dar paso a la búsqueda del éxito, el poder, el dinero, la influencia o el placer, que tan a menudo llegan de la mano de pensamientos y actos impuros. Y, lo que es todavía más grave, las instituciones encargadas de la transmisión de valores (como el hogar, la iglesia o la escuela) están perdiendo fuerza e incluso están en peligro de desaparecer tal como las conocemos.

Bajo estas condiciones, Dios llama a las mujeres cristianas, como tú y como yo, a permanecer puras frente a la avalancha de mal. Es tiempo de asumir con fe y fortaleza la responsabilidad de mostrar a otras mujeres que los preceptos de Dios están vigentes y que vivir respetándolos es el camino más elevado. ¿Cómo podemos mostrarlo? Cultivando las actitudes correctas frente a lo impuro, cuidando las partes vulnerables de nuestra personalidad, porque vivimos en tiempo prestado por Dios para que otros puedan encontrar salvación.

«¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y quién podrá estar en su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro; el que no ha alzado su alma a la falsedad, ni jurado con engaño» (Sal. 24:3-4, LBLA). Por eso, nuestra oración para hoy debe ser: «Oh Dios, ¡pon en mí un corazón limpio!, ¡dame un espíritu nuevo y fiel!» (Sal. 51:10). «Purifícame con hisopo, y quedaré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve» (Sal. 51:7).

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