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En busca del sentido de la vida

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«A nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a él». (Filipenses 3:8).

IMAGINO AL SABIO diciendo en un grito desgarrador: «Miré luego todas las obras de mis manos y el trabajo que me tomé para hacerlas; y he aquí, todo es vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol» (Ecl. 2:11, RV95). A mi parecer, la conclusión de su discurso es muestra de un gran vacío existencial, y a la vez de una búsqueda de sentido para su vida. Otra de sus expresiones así pareciera indicarlo, cuando exclama: «Mejor (es) el día de la muerte que el día del nacimiento» (Ecl. 7:1, RV95). ¿Dónde se encuentra el sentido de la vida, para que valga la pena vivirla y disfrutarla?

Las personas cotidianamente buscan respuesta a esta pregunta e intentan hallarla por diferentes caminos: mediante la adquisición de conocimiento o de reconocimiento, mediante la obtención de riquezas materiales; tratando de conservar la juventud sometiéndose a procedimientos quirúrgicos; o probando los más diversos placeres que el mundo ofrece como fuente de felicidad. A pesar de ello, la falta de sentido en sus vidas continúa. Cuando una observa las estadísticas ve que aumentan año tras años los índices de suicidio, de las adicciones y de las enfermedades mentales. Esta es una triste realidad, para algunos irremediable; para los hijos de Dios, es remediable y reparable.

Cuando desarrollamos una relación con Dios, la vida adquiere sentido. Es solo dentro de esa relación con el Señor que uno puede llegar a decir, como dijo el apóstol Pablo: «Pero todo esto, que antes valía mucho para mí, ahora, a causa de Cristo, lo tengo por algo sin valor» (Fil. 3:7).

Descubrir cada día nuestro sentido de misión enriquece la existencia humana. Al desarrollar un ministerio de compasión en favor de otras mujeres, quitamos la mirada del «espejo» de la soberbia y, entonces, vivir se vuelve para nosotras una pura satisfacción. El placer de ser útiles nos eleva a un nivel de plenitud que solo en Cristo y con Cristo es posible experimentar.

Si lo piensas bien, para la mujer cristiana nada tiene valor en comparación con el bien supremo de conocer a Cristo. Ganarlo a él es ganarlo absolutamente todo.

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