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A levantar pesas

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«La prueba de su fe produce constancia». Sant. 1:3, NVI

En el último cuatrimestre de la universidad, todo aparentaba marchar de maravilla. El cuatrimestre anterior lo había pasado prácticamente enclaustrado tratando de ponerme al día, pero ahora las mejores fechas del año estaban por llegar. Hasta que descubrí una pequeña preocupación en mis notas: necesitaba otro crédito en Educación Física.

Por mucho que me gustaban los uniformes, unirme al equipo de béisbol no estaba en mis planes a corto plazo, a menos que quisiera permanecer en la banca, que no era el caso. ¿Y baloncesto? Cuanto menos se diga, mejor. ¿Atletismo? Con mis pulmones dañados por el asma, apenas logro cruzar el campus de la universidad cuando ando de prisa. Quedaba, sin embargo, algo que nunca había probado antes: levantamiento de pesas.

La universidad a la que asistía anteriormente cobraba una tarifa por usar su gimnasio, y yo era demasiado pobre como para pagarla. Pero ahora asistía a una universidad en la que el gimnasio era gratis y estaba abierto a todos los alumnos, así que de repente lo que en algún momento me había parecido una buena idea se convirtió en un asunto de urgencia, al menos si quería graduarme. El hecho de que caminaba de tres a ocho kilómetros cada día desde mi apartamento hasta el campus me tenía algo en forma, así que pensé que podría aprovechar la oportunidad de pasar al siguiente nivel.

La profesora me mostró la sala de pesas y me explicó lo que debía hacer para cumplir con los requerimientos del crédito. Me comprometí a hacer ejercicio tres veces a la semana durante el cuatrimestre, levantar pesas para aumentar mi masa muscular y ejercitar varios músculos de los brazos, las piernas y los abdominales.

El primer día comencé lenta pero suavemente. De regreso a casa me golpeó la realidad: sentía dolor en todas partes, desde las pantorrillas hasta las clavículas. Simplemente me dolía el cuerpo como nunca. Sin embargo, de alguna manera el dolor era positivo. Me imaginé que no duraría. Y efectivamente, la próxima vez que hice ejercicio no me sentí tan dolorido después. Pronto, ya no me dolía nada.

Cuando trabajamos para fortalecer los músculos, traumatizamos las fibras musculares. Cuando el cuerpo repara el daño, hace que los músculos sean más grandes y fuertes que antes. Me parece que la fe funciona de la misma manera. Ejercitar nuestra fe, arriesgarlo todo para confiar y seguir a Dios, a veces puede ser doloroso. Pero la fe es como un músculo que debe rasgarse antes de que pueda desarrollarse.

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