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Tenemos un vacío en nuestra vida y tratamos de llenarlo con sexo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, estamos aquí porque dos personas tuvieron relaciones sexuales. Nuestro cuerpo está diseñado para ello. Nuestro cerebro está programado para ello. El sexo es emocionante, divertido y espectacular. Pero también es traicionero.
Los Rolling Stones cantaban: «No puedo obtener ninguna satisfacción». La satisfacción absoluta es simplemente imposible, lo cual es bueno también, ya que podríamos terminar comprando las mentiras de los medios, que prometen arreglar nuestra vida en tres sencillos pasos.
En Rumores de otro mundo, Philip Yancey comenta que cuando una sociedad pierde la fe en sus dioses, o en Dios, surgen poderes menores que ocupan su lugar. Los anhelos bloqueados buscan nuevos caminos. «Todo hombre que toca la puerta de un burdel está buscando a Dios», dijo Chesterton. En Occidente, el sexo tiene una cualidad casi «mítica». Seleccionamos a los individuos más sexis y les otorgamos el nivel de dioses y diosas. Adulamos los detalles de sus vidas, transmitimos sus estadísticas corporales, los rodeamos de paparazis, y los recompensamos con fama y dinero. El sexo ya no apunta a algo más, sino que se convierte en la cosa misma, en el sustituto sagrado.
La gente se pregunta cómo debe abordar el sexo y termina sintiéndose atada. Los conservadores que predican sobre la responsabilidad personal pueden, sin embargo, culpar a una mujer maltratada por, en su opinión, coquetear demasiado o mostrar demasiada piel. Ella se lo buscó. Y en cuanto al salvavidas del «sexo seguro», trivializamos nuestra condición humana al ignorar que una persona íntegra es más que sus órganos sexuales.
Dios creó el sexo y la sexualidad para mejorarnos e inspirarnos, pero se desmorona cuando se mezcla con el más antiguo de los pecados: el amor a uno mismo.