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Condenando a los demás me condeno a mí

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«¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo?» (Mat. 7: 3, NVI).

«PERDONE, SEÑOR—dijo el estudiante a su profesor—, pero no he sido capaz de descifrar lo que me escribió usted al margen de mi último examen, su letra es indescifrable». «Le decía que escriba usted de un modo más legible», replicó el profesor. Interesante! Este suceso me recuerda a una pregunta que hizo Jesús hace más de dos mil años: «¿Por qué te fijas en la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no le das importancia a la viga que está en el tuyo?» (Mat. 7: 3, NVI).

¡Qué cuidado hay que tener con el orgullo espiritual! Cuando creo que la salvación depende de mis propias obras, voy amontonando exigencias legalistas como barrera para defenderme contra el pecado y las impongo no solo a mí misma, sino también a los demás, pisoteando así su libertad de conciencia. Entonces me siento con derecho a juzgar a quien no logra alcanzar el nivel de la norma que yo he prescrito, olvidando lo que dicen las Escrituras: «No tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás, pues al juzgar a otros te condenas a ti mismo, ya que practicas las mismas cosas» (Rom. 2: 1, NVI). Parapetada tras una religión legalista olvido el amor al prójimo, el amor a Dios, y genero en torno a mí un ambiente de crítica que me convierte en una farisea moderna.

«Refiriéndose a este espíritu y práctica, dijo Jesús: “No juzguen a nadie, para que nadie los juzgue a ustedes”. Quería decir: No se consideren ustedes a sí mismos como la norma. No hagan de sus propias opiniones y conceptos del deber, o de sus propias interpretaciones de las Escrituras, un criterio para los demás, ni los condenen si no alcanzan su ideal. No censuren a los demás; no hagan suposiciones acerca de sus motivos ni los juzguen”» (Así dijo Jesús, pp. 190-191).

Cuando juzgamos y condenamos a los demás, en realidad nos estamos colgando la etiqueta de hipócritas y dictando sentencia sobre nuestra propia cabeza. Por eso, evitemos que Jesús tenga que llamar a la puerta de nuestro corazón para decirnos: «¡Hipócrita!, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás con claridad para sacar la astilla del ojo de tu hermano» (Mat. 7: 5, NVI).

“Por ser imperfectos, no somos competentes para juzgar a los demás”. Ellen G. White

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