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LA DOCTRINA de la Biblia que más me ha costado aceptar es la de la tierra nueva. Siempre se me ha hecho sumamente difícil imaginarme la escena del león jugando con un cordero, el mar de cristal, la ciudad de oro y yo tumbada en la hierba llevando vestiduras blancas, cantando y hablando con Jesús. Por alguna razón parece que mi racionalidad, o simplemente mi manera de ser, ha estado siempre demasiado pegada a las realidades de este mundo como para entender esa otra realidad tan perfecta. Hoy por hoy, poco me importa si las realidades de la tierra nueva encajan o no con mis conceptos; lo que me importa es que allí estará Dios, que no habrá pecado, y que he de tener fe también en este aspecto.
Cuando miro alrededor, veo a la gente estancada en el mismo punto en el que lo estaba yo: negando la realidad de una vida más allá. ¿Cómo? Pues negando la realidad de la muerte. Esculpiendo los cuerpos en el gimnasio para evitar la piel flácida; sometiéndose a cirugía para ocultar los estragos del paso del tiempo; alcohol, drogas, música, diversión desenfrenada... Todo grita que lo único que importa es el aquí y ahora. Para mí, aquí y ahora, lo único que importa es la vida que vendrá después de esta.
No quiero sonar pesimista, pero me parece que tener bien presente la realidad de la muerte, quiero decir, de que somos mortales y que, de hecho, moriremos cualquier día de estos si Jesús no vuelve antes, nos ayuda a mantener los pies sobre la tierra. Pero no sobre esta tierra, sino sobre la tierra nueva. La realidad de la muerte mantiene en nuestra mente vivo el pensamiento de que esta vida merece ser bien vivida porque otra vida, mucho más larga y perfecta que esta, nos espera después. Esta perspectiva vuelve ridículo todo materialismo, toda superficialidad, toda ambición desmedida hacia lo que, fin y al cabo, se va a quedar aquí, todo apego a lo pasajero.
Tener los pies en la tierra nueva hace que todos nuestros esfuerzos se centren en el desarrollo del carácter. Lo demás, es secundario.
“El cielo será heredado por todo el que lleva el cielo en su alma”. Henry Ward Beecher