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Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas. Josué 1:9.

Después de un período de un mes de duelo por Moisés, era hora de que Josué introdujera a los hijos de Israel en la Tierra Prometida. Después de todos los años de caminar bajo el sol caliente del desierto, de acampar en el desierto desolado y de ver, milagro tras milagro, la manifestación el amor y la protección de Dios, el día había llegado finalmente

Era el principio de la primavera, y las nieves derretidas del monte Hermón bajaban bramando por el valle hacia el mar Muerto, en un abundante torrente. Mostrando su fe, Josué inmediatamente comenzó a hacer los preparativos para el avance.

Cerca de ocho kilómetros al este del río Jordán, justo enfrente del campamento de los israelitas, se alzaba la ciudad de Jericó, grande y fuertemente fortificada, la llave para conquistar toda la tierra de Canaán. Josué envió a dos espías secretamente, en una misión muy peligrosa. Iban a cruzar el río, entrar en la ciudad y descubrir todo lo que pudieran sobre ella. Los espías regresaron seguros e informaron que toda la ciudad de Jericó estaba a punto de desmayarse porque sabía que Israel estaba en marcha.

“Se ordenó entonces que se hiciesen los preparativos para el avance. El pueblo había de abastecerse de alimentos para tres días, y el ejército había de ponerse en pie de guerra para la batalla” (Patriarcas y profetas, p. 516). Los sacerdotes que llevaban el Arca del Pacto iban a ir primero, y también se dieron órdenes de que el pueblo tenía que quedarse casi un kilómetro atrás.

“Todos observaron con profundo interés cómo los sacerdotes bajaban hacia la orilla del Jordán. Los vieron avanzar firmemente con el arca santa en dirección a la corriente airada y turbulenta, hasta que los pies de los portadores del Arca tocaron el agua. Entonces, las aguas que venían de arriba fueron rechazadas de repente, mientras que las de abajo siguieron su curso, y se vació el lecho del río” (ibíd., p. 517).

Los sacerdotes, con el Arca del Pacto sobre sus hombros, permanecieron en el medio del lecho del río mientras el pueblo cruzaba al otro lado. Cuando todos estuvieron a salvo, continuaron.

Tan pronto como sus pies tocaron la otra orilla, la represa invisible se rompió y el agua corrió hacia el mar Muerto.

Como un recordativo del milagro especial de Dios, se tomaron doce piedras del lecho del río, una representando a cada tribu, y se las colocaron como un monumento en su primer campamento en la Tierra Prometida.

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