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Cuando las diez tribus del norte se separaron, tomaron el nombre de Israel, y Jeroboam se convirtió en su rey. Las dos tribus del sur fueron conocidas como Judá, y Roboam se sentó en el trono en la ciudad capital de Jerusalén.
Jeroboam había determinado que el pueblo no debería adorar en la ciudad sureña de Jerusalén, Olvidándose de las instrucciones específicas de Dios sobre la adoración, construyó dos santuarios en su territorio, uno en Bet-el y el otro en Dan, con el atractivo agregado de un becerro de oro en cada uno.
¡Imagina el intento de alejar al pueblo de Jerusalén reduciendo al Dios del cielo a becerros de oro!
Jeroboam se olvidó de la verdadera debilidad de tal plan. Finalmente, el reino estaría tan corrompido que Dios tendría que dejar que los paganos, cuyos dioses ellos habían adoptado, se los llevaran cautivos.
Cuando Jeroboam intentó persuadir a los levitas de que fueran sacerdotes del nuevo culto al becerro, se rehusaron y huyeron a Jerusalén, para adorar al verdadero Dios. Así que el nuevo rey escogió hombres de los más bajos del pueblo para servir como sacerdotes.
Dios no iba a permitir que Jeroboam continuara sin una reprensión. Mientras estaba participando en la ceremonia y quemando incienso, un profeta de Dios clamó contra el servicio: “Altar, altar, así ha dicho Jehová: He aquí que a la casa de David nacerá un hijo llamado Josías, el cual sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman sobre ti incienso, y sobre ti quemarán huesos de hombres” (1 Reyes 13:2). Como señal de que el Señor había hablado a través del profeta, ¡el altar se partió en dos, derramando cenizas por todo el piso!
La presión sanguínea de Jeroboam se disparó. Con enojo, señaló con su dedo al hombre de Dios. “Arréstenlo”, gritó. Pero, justo cuando extendía su mano hacia el profeta, esta se le atrofió y se secó, de manera que no podía replegarla. Aterrado, volvió a gritar. “Ora por mí, para que mi mano pueda ser restaurada”. Dios, en su misericordia, respondió a la oración del pobre Rey y su mano fue restaurada.
Jeroboam había intentado hacer que la ceremonia del becerro fuera muy solemne y reverente, pero Dios hizo que la idolatría sin sentido hiciera el ridículo, de manera que el Rey y el pueblo se volvieran, de la oscuridad del paganismo, a la luz de su Ley.