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VISIÓN DE ESPLENDOR

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Oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí Isaías 6:8.

¿Cómo te sentirías si algún sábado vas a la iglesia y, de pronto, la pared que está 6 justo detrás del púlpito desaparece y ves al Señor sentado en su Trono, mirando derecho hacia dónde estás?

Algo así le pasó al joven profeta Isaías. Había ido al templo a orar, y estaba parado cerca de las columnas debajo del gran pórtico cuando, de pronto, comienzan a suceder cosas ante sus ojos.

Isaías había estado perturbado por la condición de su pueblo en el reino sureño de Judá. Rápidamente se estaban volviendo tan egoístas como los del reino del norte, Israel, quienes recientemente habían sido tomados cautivos por los asirios.

 Entonces sucedió. Todo el interior del Santuario pareció que se levantaba y se retiraba, e Isaías podía ver, en efecto, el interior del Lugar Santísimo; donde nunca se le había permitido entrar. Por supuesto, estaba en visión, ¡pero para el profeta todo era muy real y emocionante! Allí estaba el mismo Dios, sentado en su magnífico Trono, alto y elevado, y mirándolo hacia abajo. Los vestidos de Dios eran como una larga túnica, tan brillante de gloria que llenaba el Templo y enceguecía los ojos. Además de todo esto, Isaías vio seres resplandecientes arriba del Trono de Dios. Estos ángeles tenían seis alas. Usaban dos para cubrir sus rostros en reverencia ante Dios, dos para cubrir sus pies y dos para volar.

 “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:3). El sonido de su voz era tan fuerte que sacudía los quiciales de las puertas. Luego, el humo del incienso llenó el Templo. Isaías se sintió tan completamente humillado que gritó: “¡Ay de mí!, que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios [...] han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (vers. 5).

Luego, el ángel tocó los labios de Isaías con un carbón encendido del altar. No lo quemó, sino que simbolizaba el poder purificante y limpiador de Dios. Después, en tonos de trueno, el Señor preguntó quién tomaría el mensaje de esperanza, que en verdad triunfaría, y lo llevaría a toda la gente. Isaías respondió rápidamente, como todos responderemos cuando veamos por fe la majestad y la gloria de Dios: “Heme aquí, envíame a mí” (vers. 8).

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