|
Los líderes religiosos enviaron espías para seguir a Jesús mientras estaba en Jerusalén. Pero cada vez que lo intentaban, fallaban en querer enredarlo en sus propias palabras.
Entonces tramaron un plan horrible, que estaban seguros de que funcionaría. Sin embargo, el plan que estaban tejiendo esta vez les salió tan mal que deseaban con todos sus corazones que nunca se les hubiera ocurrido.
En lugar de tener el cuidado de tratar el caso en el tribunal, como se suponía que debía hacerse, arrastraron a una mujer descubierta en adulterio hasta el lugar donde Jesús estaba sentado, enseñando a la gente. Empujándola ante la presencia de Cristo, alzaron sus marices en su forma hipócrita y dijeron: “De acuerdo con la ley de Moisés, tales personas deberían ser apedreadas. ¿Qué dices tú?”
Su pretendida reverencia por la ley era solo una pantalla para encubrir su plan para destruir a Jesús. Lo tenían todo pensado de manera tal que no importara lo que Jesús respondiera, lo atraparían. Si Jesús perdonaba a la mujer, lo acusarían de despreciar la ley de Moisés; si decía que debía morir, correrían hacia los romanos y lo acusarían de tratar de restar importancia a la autoridad de Roma.
Pero Jesús no respondió; en lugar de ello, se agachó y escribió en el polvo. Esta es la única vez que tenemos un registro de él escribiendo; pero lo que escribió ciertamente produjo un cambio en las acciones de estos líderes. De pronto, la sangre desapareció de sus rostros: allí, en el polvo, ¡Jesús había escrito los pecados secretos de sus propias vidas!
Luego, el Maestro se enderezó, se puso de pie y miró directamente a estos conspiradores. “Cualquiera que sea sin pecado entre ustedes, muchachos, que sea el primero en arrojarle una piedra”, dijo. Después, agachándose otra vez, continuó escribiendo.
La gente se le vino encima, para ver qué había hecho para que estos líderes de pronto se vieran tan pálidos. Uno a uno de estos acusadores, desde el más grande hasta el más joven, se escabulló, dejando a Jesús en solitario con la mujer. Ningún hombre la había condenado; ni siquiera Jesús lo hizo. En lugar de ello, le dijo que se fuera y que no pecara más.
No excusó su pecado, sino que mostró su gran amor hacia la pecadora y la restauró, lo que abrió la puerta para que ella tuviera una nueva vida.