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PURIFICANDO EL TEMPLO OTRA VEZ

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Entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que vendían y compraban [...] y les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Mateo 21:12, 13.

Al siguiente día de su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús regresó al Templo. Al comienzo de su ministerio, había limpiado el edificio santo de todos aquellos que estaban comprando y vendiendo; pero ahora, las condiciones eran todavía peores que antes. ¡Todo el atrio exterior era como un patio de ganado!

 Mientras Jesús miraba la horrible escena, se llenó de justa ira. “Todos los ojos se fijaron en él. Los sacerdotes y gobernantes, los fariseos y gentiles, miraron con asombro y temor reverente al que estaba delante de ellos con la majestad del Rey del cielo” (El Deseado de todas las gentes, p. 541).

En raras ocasiones había mostrado en público tal poder y gloria divinos. Excepto por unos pocos de sus discípulos, Jesús estaba en solitario; ni una persona se movió o hizo algún sonido. El silencio era tan profundo que se volvió insoportable. Luego, como una trompeta, su voz clara y resonante sonó a través del atrio, diciéndoles que habían hecho de la casa de Dios una cueva de ladrones. Los dignatarios habían robado a la gente el verdadero significado de los símbolos expiatorios y el conocimiento del carácter amoroso de Dios; peor aún, habían impedido que los gentiles lo conocieran. Esa fue la razón de por qué Jesús les ordenó que se fueran.

“Tres años antes, los gobernantes del templo se habían avergonzado de su fuga ante el mandato de Jesús. Habían sentido que era imposible que se repitiera su humillante sumisión. Sin embargo, estaban ahora más aterrados que entonces y se apresuraron más aún a obedecer su mandato. No había nadie que osara discutir su autoridad. Los sacerdotes y traficantes huyeron de su presencia arreando su ganado” (ibíd., p. 542).

Aquellos que salían volando se encontraron con una multitud enorme que venía a vera Jesús. Pronto, el Templo se llenó con enfermos y moribundos que habían acudido por sanidad. El atrio resonó con los alegres sonidos del regocijo del pueblo. Cuando los dirigentes regresaron, intentaron detener todos los sonidos dichosos de las canciones y las alabanzas.

No les importaban los mugidos de las vacas, pero no podían tolerar las voces alegres. Jesús recordó a esos líderes indignos que algunas de las alabanzas más hermosas para Dios vienen de los pequeñitos.

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