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Muy temprano el domingo de mañana, las mujeres que habían estado en la crucifixión se dirigieron a la tumba donde Jesús estuvo enterrado; tenían la intención de ungir el cuerpo del Señor con más especias. María Magdalena tomó un camino diferente del de las demás y llegó primero. ¡La tumba estaba vacía! Se volvió y corrió a buscar a Pedro y a Juan.
Cuando María los encontró, dijo, jadeando: “¡Han sacado al Señor de la tumba!”
Pedro y Juan salieron tan rápido como pudieron. Juan, por ser más joven, corrió más rápido que Pedro y llegó primero. Se inclinó y echó un vistazo al sepulcro vacío. Cuando llegó Pedro, no quedó satisfecho con echar un vistazo sino que irrumpió en la tumba, para comprobarlo por sí mismo. Tanto las vendas como el sudario estaban doblados cuidadosa y separadamente. Era una prueba exacta de que Jesús había resucitado.
Pedro y Juan regresaron a Jerusalén mientras María, quien los había seguido, se quedó en la entrada de la tumba, llorando. Sus ojos veían borroso por las lágrimas, miró adentro del sepulcro y vio a dos ángeles sentados, uno a la cabecera y el otro a los pies de donde Jesús había reposado. Mientras Gabriel estaba quitando la piedra, otro ángel había entrado y desenvuelto a Jesús. Ahora, los dos se sentaron a mirar a María, y ella supuso que eran hombres.
"Mujer, ¿por qué estás llorando?", preguntaron.
“Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. De pronto, otra voz se oyó.
“Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?” María había estado llorando tanto que pensaba que era el jardinero quien hablaba. “Señor, si tú lo has llevado a algún lado dímelo, para que me lo pueda llevar”. Justo entonces, Jesús le habló en su forma familiar. “María”, dijo suavemente.
María estaba por abrazar gozosamente los pies de Jesús. Pero le dijo que no lo retuviera por más tiempo, tenía que ir inmediatamente al cielo a confirmar con su Padre si su sacrificio fue acepto. Entonces, María corrió a contar a los discípulos las felices noticias. ¡Jesús estaba vivo!