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CURACIÓN Y SANTA AUDACIA

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Viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús. Hechos 4:13.

Poco después del derramamiento del Espíritu Santo en el Día de Pentecostés, estalló más entusiasmo en Jerusalén.

Todo comenzó cuando un mendigo, discapacitado, extendió su mano para pedir algo de dinero. Pedro y Juan estaban yendo a adorar en el Templo cuando cruzaron por la puerta llamada Hermosa, y vieron a este pobre hombre cojo.

Pedro se detuvo frente al hombre y llamó su atención. “No tengo ni plata ni oro”, dijo al paralítico, “pero te daré todo lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!”

Luego, tomándolo por la mano derecha, Pedro lo levantó. Inmediatamente, los huesos de pies y tobillos recibieron fuerza, y el ex cojo saltó sobre sus pies. Ver al hombre caminando y saltando, acompañado con el sonido de sus alabanzas a Dios, naturalmente atrajo a una multitud de gente curiosa. Pedro se dio cuenta de que tenía la atención de la muchedumbre, y comenzó a predicar sobre la muerte y la resurrección de Jesús.

Por supuesto, este sermón improvisado no podía durar mucho. Los sacerdotes y los dignatarios del Templo, junto con los saduceos que no creían en ninguna resurrección, irrumpieron en la escena. Era demasiado tarde para un juicio aquel día, pero arrestaron a Pedro y a Juan, y los arrojaron a la prisión por la noche.

Al día siguiente, Anás y Caifás, con todos los otros altos oficiales, se reunieron en el mismo salón donde Jesús había sido juzgado. Algunos de aquellos mismos hombres que habían oído a Pedro negar vergonzosamente que conociera a Jesús, imaginaron que ahora podía ser fácilmente asustado. ¡Pero, qué sorpresa! En lugar de acobardarse, Pedro, con santa audacia, les dijo que era por medio del nombre de Jesús que el hombre cojo había sido sanado.

Las autoridades no podían negar el milagro: había ocurrido a plena luz del día, justo frente a un montón de personas. No podían inventar ningún cargo en contra de Pedro y de Juan, así que, tenían que conformarse con regañarlos, amenazarlos, para luego soltarlos. Ahora sabían que estaban lidiando con hombres de verdad, que realmente habían estado con Jesús.

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