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ÁNGELES SACUDEN LA PRISIÓN

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Sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Hechos 16:30, 31.

Cerca de la medianoche, el cuidador de la cárcel de Filipos no pudo mantener sus ojos abiertos por más tiempo. Cuando se quedó dormido, los últimos sonidos que escuchó fueron los cantos de Pablo y de Silas. De pronto, despertó con un sobresalto. ¡Toda la prisión se estaba sacudiendo y temblando!

Estremecido de miedo, el carcelero vio que todas las puertas estaban abiertas, y pensó que los prisioneros habían escapado en la noche. Sabía que tendría que enfrentar la pena de muerte si alguien escapaba bajo su custodia, particularmente los dos nuevos. Pablo vio la silueta del hombre contra la puerta de entrada, que estaba abierta, listo a desenvainar la espada para quitarse la vida.

Pablo jadeó y gritó: “¡No te lastimes! ¡Todos estamos aquí todavía!"

Tirando su espada, el carcelero pidió que encendieran las luces, y descendió corriendo al calabozo interior. Cayendo frente a Pablo y Silas, les rogó que lo perdonaran por atarlos tan firmemente y por haber sido tan cruel.

En breve, las mismas manos que habían puesto a los predicadores en prisión estaban trabajando cuidadosamente para lavar sus espaldas y atender sus horribles heridas. El carcelero no tenía autoridad para soltarlos, pero hizo lo que pudo. Pablo y Silas se turnaron para nutrir al carcelero y su familia con alimento espiritual. Aquella misma noche, el carcelero y su casa fueron todos bautizados.

Al día siguiente, los ciudadanos de Filipos estaban conmocionados con las noticias sobre el terremoto ocurrido durante la noche. Cuando los oficiales de la prisión contaron a los oficiales de la ciudad lo que había ocurrido en la cárcel, estos dignatarios (probablemente los mismos que habían autorizado su encarcelamiento) enviaron hombres para liberar a los misioneros.

Pablo no estaba dispuesto a que se lo despidiera de manera privada: “Somos ciudadanos romanos, pero nos han golpeado en público sin un juicio y nos han arrojado en prisión. Que vengan ellos mismos y nos liberen”.

Era ilegal azotar a un ciudadano romano, excepto por los peores crímenes, o incluso privarlos de libertad, sin un justo juicio. Ahora, las autoridades de la ciudad estaban asustadas: sus propios puestos de trabajo podrían estar en juego. Yendo de prisa a la cárcel, pidieron disculpas a Pablo y a Silas y personalmente los condujeron fuera de la prisión, rogándoles que dejaran la ciudad.

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