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¿Cómo nos vemos a nosotros mismos?

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«Mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús». Filipenses 4:19, NVI

LA VICTORIA EN CRISTO

EN TIEMPOS DE CRISTO los dirigentes religiosos del pueblo se consideraban ricos en tesoros espirituales. La oración del fariseo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres» (Luc, 18: 11), expresaba el sentimiento de su clase y, en gran parte, de la nación entera. Sin embargo, en la multitud que rodeaba a Jesús había algunos que sentían su pobreza espiritual. Cuando el poder divino de Cristo se reveló en la pesca milagrosa, Pedro se echó a los pies del Salvador, exclamando: «¡Apártate de mí, Señor, soy un pecador!» (Luc. 5: 8). Así también en la muchedumbre congregada en el monte había más de uno de quien se podía decir que, en presencia de la pureza de Cristo, se sentía «desventurado, miserable, pobre, ciego y [...] desnudo» (Apoc. 3: 17). Anhelaban «la gracia de Dios que trae salvación» (Tito 2: 11, BS). Las primeras palabras de Cristo despertaron esperanzas en aquellas almas, que así recibieron la bendición de Dios en su propia vida.

A los que habían razonado: «Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad» (Apoc. 3: 17), Jesús les presentó la copa de bendición, pero rehusaron con desprecio el don que se les ofrecía tan generosamente. El que se cree sano, el que se considera razonablemente bueno y está satisfecho de su condición, no procura participar de la gracia y la justicia de Cristo. El orgulloso no siente necesidad y cierra la puerta del corazón para no recibir a Cristo ni las bendiciones infinitas que él vino a ofrecer. Jesús no halla acomodo en el corazón de una persona así. Los que son ricos y sabios en su propia opinión, no piden con fe la bendición de Dios ni la reciben. Se creen saciados, y por eso se retiran vacíos. Quienes han comprendido que es imposible para ellos salvarse, ya que no pueden hacer obras de justicia por sí mismos, son los que aprecian la ayuda que Cristo les ofrece. Son los «pobres en espíritu», a quienes él llama bienaventurados (Mat. 5: 3).

Primeramente, Cristo produce verdadero arrepentimiento en quienes perdona, y es obra del Espíritu Santo convencer de pecado. Aquellos cuyos corazones han sido conmovidos por el convincente Espíritu de Dios reconocen que en sí mismos no hay nada bueno. Saben que todo lo que han hecho está entretejido con egoísmo y pecado. Así como el publicano, se detienen a la distancia sin atreverse a alzar los ojos al cielo, y claman: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» (Luc, 18: 13). Ellos reciben la bendición.El discurso maestro de Jesucristo, cap. 2, pp. 20-22.

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