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El sacrificio personal en la iglesia

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«Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se ha perfeccionado en nosotros». 1 Juan 4: 12

UNA IGLESIA UNIDA

LA PREGUNTA DEL DOCTOR de la ley a Jesús había sido: «¿Haciendo qué cosa poseeré la vida eterna?». Y Jesús, reconociendo el amor a Dios y al prójimo como la esencia de la justicia, le había dicho: «Haz esto, y vivirás». El samaritano había obedecido los dictados de un corazón bondadoso y amante, y con esto había dado pruebas de ser observador de la ley. Cristo le ordenó al doctor de la ley: «Ve, y haz tú lo mismo» (Luc. 10:25-37). Se espera que los hijos de Dios hagan, y no meramente digan. «El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6).

La lección no se necesita menos hoy en el mundo que cuando salió de los labios de Jesús. El egoísmo y la fría formalidad casi han extinguido el fuego del amor y disipado las gracias que podrían hacer fragante el carácter. Muchos de los que profesan su nombre han perdido de vista el hecho de que los cristianos deben representar a Cristo. A menos que practiquemos el sacrificio personal para bien de otros, en el círculo familiar, en el vecindario, en la iglesia, y en dondequiera que podamos, cualquiera sea nuestra profesión, no somos cristianos.

Cristo unió sus intereses con los de la humanidad, y nos pide que nos identifiquemos con él para la salvación de la humanidad. «Lo que ustedes recibieron gratis -dice él-, denlo gratuitamente» (Mat. 10:8, NVI). El pecado es el mayor de todos los males, y debemos apiadarnos del pecador y ayudarle. Son muchos los que yerran y sienten su vergüenza y desatino. Tienen hambre de palabras de aliento. Miran sus equivocaciones y errores hasta que casi son arrojados a la desesperación. No debemos descuidar estas almas. Si somos cristianos, no pasaremos de un lado, manteniéndonos tan lejos como nos sea posible de aquellos que más necesitan nuestra ayuda. Cuando veamos un ser humano en angustia, sea por la aflicción o por el pecado, nunca diremos: Esto no me incumbe.

«Ustedes que son espirituales deben restaurarlo con una actitud humilde» (Gál. 6: 1, NVI). Por la fe y la oración, hagan retroceder el poder del enemigo. Hablen palabras de fe y valor que serán como bálsamo sanador para el golpeado y herido. Muchos son los que han desmayado y están desanimados en la gran lucha de la vida, cuando una palabra de bondadoso estímulo los hubiera fortalecido para vencer. Nunca debemos pasar junto a un alma que sufre sin tratar de impartirle el consuelo con el cual Dios nos consuela a nosotros.El Deseado de todas las gentes, cap. 54, p. 474.

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