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LA FAMILIA DE DIOS
LOS HIJOS serán en gran medida lo que sean sus padres. Las condiciones físicas de sus inclinaciones y apetitos, sus aptitudes intelectuales y morales, se reproducen, en mayor o menor grado, en sus hijos.
Cuanto más nobles sean los propósitos que animen a los padres, cuanto más elevadas sus dotes intelectuales y morales, cuanto más desarrolladas sus facultades físicas, mejor será la preparación que darán a sus hijos para la vida. Cultivando en sí mismos las mejores cualidades, los padres influyen en la formación de la sociedad de mañana y en el ennoblecimiento de las futuras generaciones.
Los padres y las madres deben comprender su responsabilidad. El mundo está lleno de trampas para los jóvenes. Muchos se dejan seducir por una vida de placeres egoístas y sensuales. No pueden discernir los peligros ocultos o el fin temible de la senda que a ellos les parece camino de la felicidad. Cediendo a sus apetitos y pasiones, malgastan sus energías, y millones quedan perdidos para este mundo y para el venidero. Los padres deberían recordar siempre que sus hijos tienen que resistir estas tentaciones. Deben preparar al niño desde antes de su nacimiento para predisponerlo a pelear con éxito las batallas contra el mal.
Esta responsabilidad recae principalmente sobre la madre, que con su sangre vital nutre al niño y forma su armazón físico, le comunica también influencias intelectuales y espirituales que tienden a formar la inteligencia y el carácter. Jocabed, la madre hebrea de fe robusta y que no temió por «el decreto del rey» (Heb. 11:23), fue la mujer de la cual nació Moisés, el libertador de Israel. Ana, la mujer que oraba, abnegada y movida por la inspiración celestial, dio a luz a Samuel, el niño instruido por el cielo, el juez virtuoso, el fundador de las escuelas de los profetas de Israel. Elisabet, la parienta de María de Nazaret y animada del mismo espíritu que esta, fue madre del precursor del Salvador. [...]
Muchos padres creen que el efecto de las influencias prenatales es de poca importancia; pero el cielo no las considera así. El mensaje enviado por un ángel de Dios y reiterado en forma solemnísima merece que le prestemos la mayor atención. El ministerio de curación, cap. 31, pp. 257-258.