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La lucha de Jacob

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«Cuando Jacob se quedó solo, un hombre luchó con él hasta que amaneció». Génesis 32: 24, DHH

EL GRAN CONFLICTO

ASÍ COMO SATANÁS instó a Esaú para que marchara contra Jacob, así también instigará a los malos para que destruyan al pueblo de Dios en el tiempo de angustia. Así como acusó a Jacob, acusará también al pueblo de Dios. Cuenta con las multitudes del mundo entre sus seguidores, pero el pequeño grupo de los que guardan los mandamientos de Dios resiste a su pretensión a la supremacía. Si pudiera hacerlos desaparecer de la tierra, su triunfo sería completo. Ve que los ángeles protegen a los que guardan los mandamientos e infiere que sus pecados les han sido perdonados; pero no sabe que la suerte de cada uno de ellos ha sido decidida en el santuario celestial. Tiene conocimiento exacto de los pecados que les ha hecho cometer y los presenta ante Dios con la mayor exageración y asegurando que esa gente es tan merecedora como él mismo de ser excluida del favor de Dios. Declara que el Señor, por su justicia, no puede perdonar los pecados de ellos y destruirlo al mismo tiempo a él y a sus ángeles. Los reclama como presa suya y pide que le sean entregados para destruirlos.

Mientras Satanás acusa al pueblo de Dios haciendo hincapié en sus pecados, el Señor le permite probarlos hasta lo sumo. La confianza de ellos en Dios, su fe y su firmeza serán rigurosamente probadas. El recuerdo de su pasado hará decaer sus esperanzas; pues es poco el bien que pueden ver en toda su vida. Reconocen plenamente su debilidad e indignidad. Satanás trata de aterrorizarlos con la idea de que su caso es desesperado, de que las manchas de su impureza no serán jamás lavadas. Espera así aniquilar su fe, hacerlos ceder a sus tentaciones y alejarlos de Dios.

Aun cuando los hijos de Dios se ven rodeados de enemigos que tratan de destruirlos, la angustia que sufren no es producto del temor de ser perseguidos a causa de la verdad; lo que temen es no haberse arrepentido de cada pecado y que debido a alguna falta por ellos cometida no puedan ver realizada en ellos la promesa del Salvador: «Yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero» (Apoc. 3: 10). Si pudieran tener la seguridad del perdón, no retrocederían ante las torturas ni la muerte; pero si fueran reconocidos indignos de perdón y hubieran de perder la vida a causa de sus propios defectos de carácter, entonces el santo nombre de Dios sería desacreditado.

Aunque sufren la ansiedad, el terror y la angustia más desesperantes, no dejan de orar. Echan mano del poder de Dios como Jacob se aferró al ángel; y de sus almas se exhala el grito: «¡No te soltaré hasta que me bendigas!» (Gén. 32:26, NVI).El conflicto de los siglos, cap. 40, pp. 603-605.

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