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ESTABA SENTADA EN EL JARDÍN, conversando con mi hija de seis años sobre su escuela, el próximo cumpleaños de su abuelo y nuestras recientes vacaciones en Austria. De repente, Janina se puso pensativa. Se levantó de un salto, corrió a la sala y miró el reloj. Por un momento se quedó ahí, inmóvil.
Cuando volvió al jardín se sentó a mi lado, juntó las manos y cerró los ojos para orar. En voz baja murmuró para sí misma. Siguió un silencio perfecto. Me pregunté qué sucedía. Luego Janina abrió los ojos y dijo:
-Mi amiga Samira escribe un examen de inglés hoy en la escuela. Me enseñó a qué hora iba a ser y cómo las manecillas del reloj dicen la hora exacta. Le prometí que pensaría en ella y sé que Dios la puede ayudar.
Conmovida por la fe de esa niña y perdida en mis pensamientos, abracé a mi hijita. ¡Para los niños, orar es tan sencillo! ¡Cómo no los imitamos los adultos! A Dios le encanta ser parte de nuestra rutina diaria. Anhela compartir nuestras alegrías y nuestros pesares. Dios contesta las oraciones. ¡Orar es productivo!
¡Qué privilegio es dejar cada nuevo día a cargo de la conducción y el amoroso cuidado de Dios! Saber que nada me puede suceder sin que Dios se entere, me ayuda a enfrentar cada día con confianza.
Una de las experiencias más liberadoras de estrés, la ofrece Dios cuando oramos. Al final de cada día podemos entregar todo al Señor, olvidar lo que ha sido una carga, pena o un dolor. Además, él quiere que sea costumbre.
Sin embargo, no solamente los momentos difíciles de mi vida me hacen hablar con Dios, también los felices. Algunas situaciones quizá exijan más de lo que puedo dar. En esos momentos me ayuda recordar que Dios me conoce y entiende.
«Gracias, Señor, por este día, por la alegría que medas y porque me conoces y amas.»
Sandra Widulle