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CUANDO PIENSO EN ELHOGAR, dulce hogar, mi mente evoca la convivencia con mi madre de noventa y un años y otros parientes en mi hermoso país, Barbados. Un cálido sentimiento de emoción recorrió todo mi cuerpo cuando me asomé a la ventanilla del avión mientras aterrizaba. La pista está muy iluminada, como un océano de estrellas brillantes en la noche. La emoción dura poco, pues luego salimos del avión y caminamos con prisa hacia la zona de aduana. Hay largas filas de gente ansiosa y cansada que espera pasar.
Esperamos con paciencia, con nuestros pasaportes y corazones en las manos, mientras observamos la expresión seria en los rostros de los oficiales. Oramos en silencio para que nos toque el mejor, que no esculque nuestro equipaje. Durante nuestros últimos viajes, habíamos tenido la suerte de que nos tocara un cargador de maletas que conocía a uno de los oficiales de aduana. Ahora nos indicaba que lo siguiéramos. El oficial preguntó si teníamos algo que declarar. No teníamos. Puso el sello a nuestras formas de inmigración después de hacernos algunas preguntas. Por fin estuvimos libres para partir hacia un ambiente más amigable donde pudiéramos respirar también con libertad.
Afuera de la zona de espera buscamos con ansiedad a alguien que hubiera ido a recogernos. ¡Qué decepción! ¡Nadie nos esperaba! Llamé a mi madre. La sorprendió escucharme, pues nos esperaba al día siguiente. Para evitar otra hora de espera, tomamos un taxi. Al final llegamos a la casa, hambrientos y exhaustos. Todo eso se nos olvidó porque ya estábamos en nuestro hogar. Mi mamá nos recibió con los brazos abiertos.
También anhelo llegar a otro hogar, el celestial. No tendremos que esperar durante en una larga fila para que nos sellen los pasaportes o revisen nuestro equipaje. De hecho, no necesitaremos maletas o identificaciones. Todo estará previamente inspeccionado. No habrá temor a los oficiales de aduana ni confusiones con la hora de llegada. Lo mejor es que mi Salvador estará ahí para saludarnos: «¡Bienvenidos, todos ustedes! ¡Ya los esperaba!».
Sí, ansío estar en mi hogar celestial. ¿Tú también?
Shirley C. Iheanacho