|
CUANDO LLEGUÉ AL AEROPUERTO O'HARE DE CHICAGO раra volver de los Estados Unidos a Bélgica, oré para que pudiera subir al avión sin problemas. Todavía estaba traumada por un retraso poco agradable que había experimentado en otro aeropuerto estadounidense. Para mi desesperación, mi temor anticipado se hizo realidad cuando anunciaron que el avión tenía un desperfecto, así que tendríamos que esperar otro. Mientras contemplaba mi retrasada llegada a Bruselas, un segundo anuncio nos hizo saber que había un avión disponible. Iba a ser necesario abordar a toda prisa, pues había un margen de tiempo muy breve y muchos pasajeros esperaban hacer su conexión. El problema era que el avión todavía estaba por reabastecerse de alimentos y faltaba mover los carritos de comida hasta el frente; resultaría imposible que los pasajeros de primera clase y clase ejecutiva abordaran primero. Así que decidieron dejar que los de clase turista abordáramos antes, pasáramos directamente a los asientos posteriores en el costado derecho y dejáramos que los carritos avanzaran por el otro costado. Solamente así podrían abordar los demás pasajeros.
Me pareció muy cómico. La gente que había pagado boletos mucho más caros, había perdido el privilegio de abordar primero. El incidente me recordó la importancia del texto de hoy. Así concluyó la parábola del hacendado que contrató jornaleros para su viñedo. Entregó la misma cantidad de dinero a todos, sin importar que hubieran trabajado una hora o el día entero.
De niña me costaba trabajo entender la parábola. Me parecía tan injusto que todos recibieran el mismo pago. ¿Seremos a veces cristianas de «primera clase» que damos por sentado el reino de Dios? ¿Pensamos que nos lo merecemos porque hemos trabajado y vivido por el Señor durante ya bastante tiempo? ¿Qué pasaría con los cristianos de «segunda clase» que se convirtieron después y no han tenido tanto tiempo de servir al Maestro y ganarle almas?
¡Demos gracias hoy por la gracia del Señor, su justicia nunca falla!
Daniela Weichhold