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HABÍA TERMINADO MIS EXÁMENES finales de mi carrera de enfermería y ansiaba pasar las vacaciones con mi tía y su familia, en Estados Unidos. Necesitaba visa y había solicitado una carta de mi escuela un año antes. Ahora por fin tenía mis papeles.
Hasta que llegué a mi casa decidí revisar todos mis documentos y prepararme para mi cita en la embajada al día siguiente. Descubrí que la carta de mi escuela y el estado de cuenta bancario de mi padre ya no eran vigentes. ¡De hecho, eran del año anterior! Aun así, decidí llevarlos conmigo. Mi mamá insistió en que me acompañara mi papá, pero quise proseguir sola con Dios. Sin embargo, sentí la impresión de que debía hacer caso a mi mamá (que siempre tiene la razón), así que le pedí su apoyo a mi papá, pero no me dio respuesta.
Cuando desperté a la mañana siguiente, tuve mi devocional personal y me preparé a salir. Empaqué mi desayuno y me aseguré de estar bien vestida. Me fui temprano para evitar el tráfico. Llegué a salvo y a tiempo, pero ya había fila. No obstante, tenía cita.
Cuando anunciaban nombres y había asientos disponibles, nos acercábamos más. Oré continuamente hasta que anunciaran mi nombre, revisando mis documentos una y otra vez. Luego escuché: «¡SusanRiley!». Me recorrió la adrenalina. Fui a la ventanilla y presenté mis documentos a la oficial. Los revisó bien, luego me informó que no era candidata para recibir una visa. Respondí con todos los argumentos que pude pensar para que me la dieran. Pensaba: «No tendrá, pues, éxito ninguna arma esgrimida contra ti» (Isaías 54: 17). Ella se detuvo un momento.
-No solemos hacer esto -dijo,
Mientras hablaba, pensé: «Señora, usted no tiene que ver; es asunto de mi Dios». Ella dijo que enviarían mi visa y mi pasaporte por correo.
Cuando no vemos la lógica o las alternativas pues hay gigantes en nuestro camino, recuerda que Dios es más grande. Tiene recursos, así que, avanza.
Susan Riley